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Sin un problema, no hay solución que valga. Si vivimos de vender soluciones (milagrosas), habrá que crear antes el problema para que no nos acusen de vender humo y ocupar un escaño para nada. Los problemas pueden ser reales o imaginarios. Cuando nosotros estamos en el origen del problema, somos problemáticos. Pueden venir dados desde el exterior o ser fabricados por una mollera calenturienta que busca enredar las cosas para obtener beneficios a costa del embrollo. La explotación del problema puede ser un problema en sí mismo, ya que no se busca solucionarlo cuanto antes, sino el famoso «cuanto peor, mejor» para ofrecerse como alternativa y sacar tajada de los males ajenos. De ahí la situación actual, tan mayoritariamente azorante e insatisfactoria. La inestabilidad es de largo alcance. A algunos les sube la adrenalina al unísono con la prima de riesgo. Es la droga dura de la confrontación y la revancha.

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La sociedad no tiene defensa efectiva contra el desmadre y la insolidaridad que crece imparable y que puede arrasar con todo. Las masas se dejan seducir por los cantos de sirena de mediocres sin ética ni escrúpulos, indiferentes ante todo aquello que provocan o destruyen. Los manejan como a títeres que se sienten omnipotentes para cambiarlo todo a su gusto, sin importarles a quién dejan tirado por el camino. Vamos a pedir a los militantes que voten para ver qué nombre les ponemos a los mellizos. ¡Esto es democracia!