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Llegará un día en que para amarse bastará un whatsapp, el beso habrá desaparecido (es poco higiénico). Un día nos alimentaremos con una pastilla sabor a langosta, eso sí con el aroma desestructurado por el mejor chef del mundo. Ya no hará falta viajar por placer (desaparecerá el descuento de residente) y todas las sensaciones y experiencias se podrán vivir desde el sofá detrás de unas gafas virtuales. Desaparecerán los conductores para dar paso a los coches programados, casi sin accidentes, y a los aviones sin pilotos. Incluso, podrán existir diarios sin periodistas. Y todas esas «maravillas» gracias a los avances imparables de la globalización y del comercio virtual.

Sin embargo, no todo podrá ser virtual. Un inmigrante es el mejor ejemplo. ¿Cómo la globalización, el mundo abierto y sin fronteras, puede ser compatible con la «amenaza» que representan los inmigrantes? Justamente cuando la cuarta revolución industrial, la que digitaliza nuestro futuro, está en plena expansión, ese proceso que concentra la riqueza, reaparece un fenónemo permanente en la historia, los flujos migratorios, y que debería ser algo característico de un mundo global.

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La promoción del miedo a los inmigrantes ha calado hondo. La debilidad para sostener nuestro sistema nos hace percibir como un riesgo la llegada de refugiados (los que huyen del hambre lo son tanto como los que lo hacen de Bachar el Asad). En toda Europa y Estados Unidos crece el rechazo y el desprecio a esos extranjeros que «nos quieren robar el pan de nuestros hijos». Todo está centrado en poner medidas a la defensiva y forzar situaciones extremas para provocar una reacción institucional contra los inmigrantes. Italia no admite más barcos. Trump separa a los menores de sus padres. En esta época digital y global hay que levantar nuevos muros defensivos.

¿Alguien se acuerda de Aylan Kurdi en una playa de Turquía? Recurrir a la historia, incluso a la más reciente, cada día parece más políticamente incorrecto. Pues no hay más remedio que insistir.