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En tiempos de la dictadura, todo aquel que no era adicto al régimen, era tildado de rojo o masón. Hoy la expresión ha mutado y se utilizan variados comodines para el vituperio o la coartada: facha, franquista, casta (no se usa desde lo de la casa en Galapagar, que la mayoría no podría pagar) o rico de derechas (los ricos de izquierdas son, todos y todas, buena gente). Entre ser progre o carca, no hay color. El populismo de extrema izquierda o el independentismo, usan estos apelativos para simplificar, generando un perverso maniqueísmo.

Frente Popular contra Partido Popular. Lo cool y lo retro. «No m’agrada que me prenguin per ‘cool’ ni que me considerin un fatxa», decía un menorquín agobiado. El victimismo busca provocar adhesiones o simpatías. Pero un extremismo alimenta el de signo contrario. Acción y reacción. Con la polarización, perdemos todos.

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Se puede demonizar a alguien para cohesionar a un colectivo. Hay demasiada gente que no entiende de matices y que necesita tener enemigos, aunque sean imaginarios. Odiadores profesionales que viven o aspiran a vivir de esto.

España va girando hacia un nuevo autoritarismo que se aferra al poder como sea. La manipulación lo invade todo para seducir a los votantes. Han llegado a lo más alto personajes ridículos que son venerados en los medios afines y ensalzados por sus adeptos como antiguos caudillos. Nos dedicamos a destruir en lugar de construir. Estamos perdidos.