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Dependiendo de cómo viniera la otoñada para cuando la recolección de los últimos frutos, en algunos llocs tenían por costumbre rematar la faena de la recolección para elaborar luego su exquisito arrop. Antes habían hecho membrillo, higos secos, tomates que colgaban en artísticos ramilletes en los porches, a veces algún racimo de uvas, incluso algún melón de piel de sapo que conservaban hasta Navidad, pero tenía buen predicamento terminar la intendencia para todo el invierno con unos botes de cristal donde conservaban el arrope.

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Se puede decir que esta bebida cerraba el ciclo de lo que se podía conservar. Un día o dos antes de poner una caldera sobre la candela (lumbre) se le daba un último repaso en huertos y hortales para recoger la poca uva que quedaba, los últimos higos y todo ese desorden, terminaba en la caldera que con el mismo palo de remover la manteca de cerdo cuando la matanza, se removía el contenido de los frutos recolectados. No era un trabajo que pudiéramos llamar descansado, más bien todo lo contrario, los brazos dolían de remover continuamente un líquido que en su fase final recordaba el alquitrán, con su tono oscuro. De hecho podría llegar a ser casi negro.

Una vez colado el resultado se embotaba; había quien lo ponía en agua hirviendo durante 15 o 20 minutos, una artesana autoclave que garantizaba la conservación para muchos meses. Para Todos los Santos era costumbre hacer buñuelos que se mojaban con este arrope. Ojalá que esta costumbre no se haya perdido, pues no dejaría de ser una lástima.