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Saborea un café de máquina, en la cocina. Va en pijama y luce unas zapatillas raídas. Trabajar en casa –piensa- es un ‘chollo’. Le ofrecieron la opción y la aceptó de inmediato. El mundo telemático tiene esas cosas. El café, sí, ese, el de máquina, le sale por treinta céntimos y la edición digital del diario, gratis. Él –se da cuenta ahora- solía tomar el brebaje en el bar de la esquina y aprovechaba el evento para hojear la edición en papel del periódico, esa edición que olía a gloria. ¿Cuánto tiempo hace que no pisa el local? –se inquiere-. Y continúa: «¿Qué será de aquella pandilla de locos con los que solía discutir cada mañana? Debería llamarlos...».

Antes de meterse en faena, navega por supermercados virtuales. La carne ha bajado de precio y hay un par de ofertas interesantes. Anota lo que necesita y efectúa el encargo. No añora las colas, a las cajeras, a los reponedores, ni siquiera a Manolo, al que –según cuentan- despidieron hace poco y que era tan amable... Un ERE... Ya se sabe. Un ERE y cincuenta años sobre sus espaldas...

A través de un SMS le comunican que dentro de una hora tendrá el pedido en casa... ¡Genial!

Afuera llueve. Pero tanto da...

- ¿Te acuerdas? –se pregunta mientras ojea por la ventana-.

- ¿De qué? –se contesta, abúlico-.

- De esa gasolinera que estaba ahí... Me acuerdo de que existían empleados que la atendían… Hasta que se puso de moda lo del autoservicio…

Últimamente habla solo...

Escribe (en la editorial esperan su columna): «No hay duda de que el hombre es un animal social. Nadie –salvo, tal vez, Tarzán- sobreviviría una vez parido de ser abandonado en un bosque. Por tanto, el ser humano está condenado, quiera a no, a convivir, es decir: a vivir con, a existir en compañía de otros...».

La lluvia arrecia. Interrumpe el artículo. ¿Tendrá sentido lo que está garabateando? Sin saber muy bien por qué, piensa en el despido de Ella... Y se inquieta por la gente que están echando a la calle en comercios, bares, en las oficinas que han ido cerrando, en esas máquinas diabólicas que deben manosear los propios clientes... La fórmula es clara: menos sedes, menos empleados, mayores beneficios...

- ¿Sabes algo de tus padres? –se interesa-. Llevas semanas sin verlos... De hecho casi ya no sales de casa...

- ¿Para qué? –continúa-.

- Están bien –se contesta, al cabo de un rato-. Ayer recibí un whatsapp de mi madre. Estaba cocinando... Como siempre. Por lo visto no se ha enterado todavía de que existen teletiendas de comida precocinada...

- Probablemente…

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- Deberías comprarte ropa nueva –se distrae-.

- Ayer entré virtualmente en X y encargué un par de pantalones y dos camisetas.

- ¿Qué tal un fiestorro para el viernes próximo, con tus colegas? -se sugiere-.

- De eso nada. La última vez no hicieron más que escudriñar en el Whatsapp. Estoy bien aquí, solito, con mi PC...

- ¿Y si fueras al cine?

- ¿Al qué? Me bajo una película y santas pascuas... Palomitas. Luego una pizza y ¡a vivir!

- ¿Sabes que Paco ha cerrado su librería? Está hecho polvo... Era su vida... Tímido, soltero, culto, aquello era como su sancta sanctorum... ¡El puñetero libro electrónico!

- Recuerda que tú lo utilizas. ¿Cuánto tiempo hace que no vas a la Biblioteca o que, simplemente, no te compras un libro?

- ¡No jodas! Ahora, lo de Paco, será culpa mía...

- El mundo está aquí –profiere mientras señala la pantalla de su ordenador-. Aquí y en casa –se autoexculpa-.

Sigue hablando solo...

Y sonriendo, se reincorpora al trabajo mientras sigue saboreando ese café de treinta céntimos... «El hombre, efectivamente, necesita del otro/de los otros para vivir en plenitud...» –escribe-. Más allá de la ventana enmohecida, queda el mundo. No lo necesita. Él es, en cierto sentido, otro tipo de Tarzán. Ese mundo que solo llama a su puerta cuando él así lo requiere... ¿Los otros? ¿Qué otros?

- Pero acabarás por no ver a nadie, por no hablar con nadie –se repite-.

Al fin y al cabo, él, sí, se ha convertido, aun sin saberlo, en una isla, una isla que forma parte de un archipiélago cada vez más tristemente extenso…