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A tu padre, los ojos, de pronto, se le volvieron opacos. Aun siendo los mismos. Era como si la vida se hubiera escapado de ellos... Fue un primer síntoma... Como fue un primer síntoma el que tu madre te preguntara quién eras o qué hacías en su casa... O por qué le habías robado una pulsera que tú mismo le habías regalado un primero de mayo. Todo aquello producía un dolor diario, intenso, lacerante... Los rostros y los recuerdos, esos que, al fin y al cabo, conforman la existencia, se iban diluyendo por la edad y la enfermedad. Pero, de pronto, esos ojos se iluminaban cuando una partida de parchís con su nieta o una muestra de afecto le hacía/les hacían un enorme corte de mangas al destino, o lo que sea eso... Ese destino que se empecina, en ocasiones, en mostraros su semblante más desolador...

- ¿Lo recuerdas?

- Dalt Sant Joan. Primer piso... Dónde todavía figura su nombre... Diagnóstico certero. Un «Lluís!» alegre y sonoro de bienvenida. El reloj apartado. Humanidad a raudales. Pilar y Victoria, con sonrisas que iluminaban una sala de espera... Entrabais. Poco había que hacer. Pero ese poco se ejerció en afortunada demasía. Escuchaban, querían, hacían lo indecible...

- Por eso...

- Que nadie te toque ni critique la sanidad pública...

Tu padre y tu madre acabaron como acabáis todos, a la postre... Pero, antes, no todo es igual...

Pilar, doctora de tus padres y tuya, unía tres cualidades muy difíciles de aunar: una enorme profesionalidad, una increíble dedicación y, lo más importante, una humanidad benévolamente devastadora que era capaz de iluminar unos ojos... Los d’en Lluís…

Ahora Pilar se jubila y te embarga –como ya le dijiste en persona- un sentimiento agridulce. Dulce porque te alegra su dicha, merecidísima, esa felicidad que implica el descanso, la mudez del despertador, la libertad no cercenada por un tic-tac; y agrio porque las ausencias, como diría Mercedes Salisachs, crean vacíos que, en algunos casos, tienen un enorme volumen...

Soléis tener el vicio de criticar. Pero, rara vez, ejercéis el deber de alabar públicamente a quien se lo merece... No piensas caer en ese segundo error...

Gracias, Pilar, por tu dedicación. Por las visitas que duraban lo que tenían que durar mientras te importaba poco la hora en que acabarías con tu labor diaria. Gracias por saber escuchar y, mejor aún, por saber comprender. Gracias por hacer tuyo el dolor del otro. Por la empatía que tuviste con tantos, con todos. Por ser una doctora excelente... Por tu ejemplaridad y valores éticos...

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- Lo sabes...

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- Le deseas...

- Lo mejor. Una larga vida, llena de luces, de días en plenitud... Con Marta, su hija, a la que tuviste de alumna y que daba muestras de los mismos valores que los suyos, los que le supo inculcar, con sus nietos, con todas las personas que la quieren y aprecian, que son legión...

A la salida de la última visita miras la sala de espera. Será la misma. O no. Y por un momento te parece divisar el rostro de tu padre, al que tanto ayudó, con su bigote y esos ojos redivivos o el de tu madre. También en su nombre quieres manifestarle tu gratitud en estas líneas, que, como casi siempre, se quedan cortas, parcas... Porque los sentimientos, en ocasiones, son difíciles de verbalizar adecuadamente por las palabras. Este artículo es tuyo, pero también suyo, porque sé que compartimos su contenido, que quizás, en alguna parte ellos, tus padres, de seguro, puedan suscribirlo con una sonrisa inundada de afecto...

Únicamente reiterarte, Pilar –y cambias de persona gramatical porque esto es ya cosa de la primera- lo ya dicho en la última visita. Espero que algún día seas consciente de todo el bien que me has hecho, a mí y a cuantos tuvimos la suerte de tenerte como doctora de cabecera... Por tu ejemplo de vida, en definitiva... ¡Qué bonito haber vivido así!

Hasta siempre…

Un inmenso, inmenso abrazo...