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Quizás los científicos no han contemplado un riego añadido debido a la subida de las temperaturas por el cambio climático: el incremento del mal humor. Puede que sea subjetivo, pero lo percibo alrededor. Calles y carreteras se llenan de veraneantes agresivos, a los que conviene volver al trabajo y al aire acondicionado.

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Los que quieren relajarse en una playa virgen como Cala Mitjana pierden los nervios e insultan al veterano informador del parking cuando no encuentran plaza, desesperados por cambiar el coche de alquiler por un metro de playa para la toalla. Las colas en la pescadería se tensan cuando alguien prescinde de coger un número de la lista de espera y se infiltra con malas intenciones haciendo ver que inspecciona los ojos de los pescados. Cuando la pescadera pregunta a quién toca, varias voces rápidas le tapan la boca. En algún bar y restaurante ya no te sirven igual. Que no digan que les faltan clientes cuando no admiten a un grupo de guapas señoras mayores de Ciutadella, que Servicios Sociales acompaña los miércoles a la playa de Santandría, porque «consumen poco». Y además piden sacarina para el cortado. Y todo eso pasa en el día a día normal. Sin hablar de cuando tienen que ir al Hospital porque les ha picado una medusa o al taller porque han pinchado una rueda volviendo de un paraíso natural.

Por todo ello, me ha llamado la atención una carta que hemos publicado esta semana, firmada por José Luis Regojo, poeta tenía que ser. Con su mujer pasaron cuatro horas en una camilla en Urgencias, pero comprendieron que había casos más graves que el suyo. ¿Qué despertó la capacidad de comprender y aceptar, sin enfadarse? La sonrisa del personal sanitario. Esa actitud amable y de respeto hacia los demás casi consigue calmar a los más impetuosos. Quizás el antídoto contra el mal humor provocado por el cambio climático sea una dosis de amable humanidad.