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Te gusta observar. No es una opción. Es algo, en ti, genético. Te consuelas al pensar que esa querencia no es insana, porque no persigue el cotilleo, eso tan vuestro, tan demoledor… Ponga una ambulancia en la calle (aunque el conductor haya ido simplemente a por pan) y espere unos segundos. Como buitres, individuos (¿e individuas?) se congregarán a su alrededor. Tras unos minutos, el accidentado imaginario llevará dos días muerto. Cuando el imprudente conductor ya mentado salga de la tienda habrá quien, de seguro, le espetará: «I què ha estat?». El interrogado, sorprendido, responderá algo parecido a «Doncs, que he anat a buscar el pà…». Cundirá el desencanto. Aunque siempre habrá quien salvará el dramatismo de la situación con un pareado y unos gramos de racismo: «Ha dit ‘doncs’ i ‘buscar’. Aquest és català i catalanista… De totes, totes, independentista»

Te gusta observar –repites-. Estás ahora en la estación de autobuses. Un microcosmos paradigmático de la vida y de eso que ha dado en llamarse civilización. La estación es, en verano, otra. Más incómoda. Más insolidaria. Y –lo sabes- exenta de esa belleza otoñal y/o invernal en la que la gente deambula por ella asedada, reflexiva. Los conductores también son distintos, aun siendo los mismos. Han como envejecido. Pero no se alarmen. Su estado es reversible. Únicamente es el resultado de un trabajo duro en el que, en ocasiones, han de soportar lo indecible. Rejuvenecerán –no teman- cuando las personas, a finales de septiembre, sean igualmente diferentes…

La estación es un paradigma, sí, de la obstinación por erradicar de la existencia humana la belleza y la buena educación: un turista desnudo de cintura para arriba escupe sobre el suelo; otro confunde, con su patinete, el lugar con una pista de carreras… No falta quien, cercano a ti, te obsequia con el exquisito aroma de un porro que no tienes por qué inhalar… Y las colas, interminables e igualmente perfumadas, no dejan huecos por los que puedan transitar quienes, simplemente, se dirigen a la puerta de salida…

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- «Llega con retraso» –le espeta al conductor una anciana malhumorada en la calle/carril veinte-. ¡Qué vergüenza!

Luego, la susodicha, entra en el autobús, sin saludar, y comienza a remover en su bolso. Primero en busca de monedas. Más tarde intentando hallar su tarjeta de jubilada. En la espera ha tenido, sin embargo, eternidades para hacerlo y llevarlo ya preparadito. Un inválido se sitúa tras ella. El responsable del vehículo le abre la rampa para que el chaval -¿unos veinte años?- acceda a él con comodidad… Al verlo, esa misma vieja –y escribes el término con tono voluntariamente despectivo- suelta un «’esos’ deberían ir en autocares distintos. No hacen más que hacernos perder el tiempo». El chaval, que tiene problemas de movilidad y no de sordera, la oye y su cara pasa a ser otra. ¡Como si estuviera para dolores añadidos! Y el conductor calla porque puede que se juegue su puesto de trabajo si dice lo que piensa… Tú le sueltas a ‘esa’ una parrafada inútil que únicamente un viajero secunda. La cobardía también viaja en transporte público. El chaval te regala un desolador: «¡Déjelo, ya estoy acostumbrado!». El mismo chaval que es responsable de todos los retrasos… Él, sí, que no ella, la del monedero y la de la tarjeta ilocalizables. Ella, la del ‘no saludo’. Ella, la de la ‘no caridad’. Ella, a la que, y muy a tu pesar –o no-, le desearías un día –tan solo uno- en silla de ruedas… Hay muchas ellas. Y ellos. Y maleducados escupiendo en las aceras. Y adultos salvajes en patinete… Hay…

El autobús parte para, en tan solo treinta minutos, recorrer todo el centro (incluidas dos paradas pegadas y, por tanto, absurdas, que un conseller iluminado algún día estipuló: la de la Plaça del Príncep y la de la Peixeteria)… Una proeza.

A su regreso, el circo continuará. Visítenlo. Es gratis. En él podrán observar en qué os habéis convertido. A la postre, luego, siempre podrán tomarse una tila en la cafetería de la estación…