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Si a usted le dicen que actúa movido por el buenismo no se crea que le dirigen un piropo. Todo lo contrario. Le tratarán como a un ingenuo, que todavía cree que el diálogo y la solidaridad pueden resolver los problemas del mundo. Le dirán que si usted defiende que los inmigrantes africanos puedan desembarcar en un puerto seguro lo hace sin calibrar las consecuencias, por lo que pone en peligro la sociedad que hemos construido entre todos, incluso estará atentando contra los pilares de esta democracia.

Es verdad que los problemas no se pueden atajar con un sentimentalismo irreflexivo, como también lo es que en las decisiones y en las opiniones no se debería prescindir de los valores y de la ética, que también hemos aprendido y olvidado mientras estábamos trabajando para garantizar la época de bienestar más prolongada que nunca se ha conocido.

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Si el buenismo sin valorar las consecuencias es malo, el ‘malismo’ basado en el miedo, en la defensa de nuestros privilegios, arrinconando los principios y la moral, es peligroso.

Tratar a los emigrantes de forma distinta según su origen es racismo. ¿Por qué no valoramos igual el que procede de Noruega, de Argentina o de China que el que llega de África? Que llegue con un billete de avión o haya pagado a un mafioso por una mísera plaza de una patera ¿justifica un juicio de valor tan distinto? El ‘malismo’ se caracteriza por construir los argumentos que calan en la sociedad alentando los temores que a todos nos preocupan.

A la fuerza tenemos que ser escépticos sobre la eficacia de los diálogos, pero no podemos destruir continuamente la labor de quienes trabajan por un mundo más solidario, desde las instituciones públicas o las ONG. Esa operación de derribo de la solidaridad no tiene en cuenta que al final de los argumentos, al final de todos los debates se sitúan los más débiles, esos que siempre pagan las consecuencias.