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Alaior city, ciudad sin ley», repetían mis tíos cuando aparecía su perfil en la carretera general, procedentes del puerto de Maó, donde acababan de recoger a su sobrino adolescente para pasar todo el verano en la casa de la abuela.

Eran finales de los años 70 y las películas del oeste reinaban en las carteleras. Aquella especie de eslogan identificaba a los poblados de duelos de pistoleros y se adaptaba a cualquier lugar, eso sí, con connotaciones más positivas que negativas.

Pero no era la hermosa localidad alaiorense un espacio carente de control, como transmitían los westerns. Al contrario, el pueblo irradiaba tanta calma como seguridad y una sensación de avance ante los nuevos tiempos que llegaban.

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No es que entonces no hubiera diferencias, que las había. No es que entonces no hubiera posiciones radicalizadas y transmitidas a las nuevas generaciones desde la ya lejana Guerra Civil que pudieron hacerse más ostensibles tras la muerte de Franco, pero el clima general del pueblo era otro. El respeto, al menos las apariencias, permitían observar una ilusión común para agudizar el orgullo de sentirse alaiorense.

Han pasado más de 40 años desde entonces y Alaior no es lo que era. La evolución ha dejado atrás buenas costumbres y ha solidificado una tensión que, en lugar de ser neutralizada, crece a medida que pasan los días, alimentada por desencuentros constantes y batallas en las redes sociales.

Dijo el nuevo alcalde tras anunciar su candidatura que nada le haría más feliz que devolver esa armonía a Alaior rebajando la crispación entre las dos formaciones mayoritarias que lo dividen. Las últimas polémicas sobre la consulta popular del centro de salud y la dudosa actuación para obtener documentación del Ayuntamiento, sugieren que el nuevo primer edil está lejos de alcanzar su felicidad y más cerca del simil del oeste, si se permite la exageración.