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Llego al aeropuerto con un cierto temor. En el control de seguridad, los guardias jurados ponen mala cara. La causa es que nadie les ha facilitado mascarillas de protección. Tampoco las tienen los guardia civiles, que están más alejados del arco por donde circulan los pasajeros. Una pantalla de televisión ofrece el canal China News. Arriba, a la derecha, aparece un contador doble, con el número de fallecidos y de infectados por el coronavirus. En otra pantalla se ofrece la sesión del Congreso. Hablan de Venezuela y de las declaraciones de una diputada independentista de provincias. Nadie la mira. Todos están pendientes de China.

En el interior del avión todo parece normal, hasta que un pasajero de la penúltima fila empieza a toser. No para. Tiene facciones asiáticas. La azafata acude, pero antes se coloca una mascarilla. Eso incrementa la preocupación de los pasajeros, que exigen mascarillas para todos. El hombre sigue tosiendo. «Si es una infección del virus chino nos van a poner el avión en cuarentena, como el crucero de Japón», exclama una mujer. «A lo mejor no nos dejan aterrizar, como el avión de Canadá», dice otro desde las primeras filas. El hombre que sufre el ataque de tos se levanta y mueve una mano arriba y abajo, parece pedir calma, pero muchos lo ven como una amenza. Los que está a su alrededor abandonan sus asientos. Alguien, casi presa del pánico, propone hacer un muro con las maletas y aislar al hombre, como hizo Brad Pitt en «Guerra mundial Z». Le piden a la azafata que el capitán vuelva al aeropuerto de origen.

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El hombre de la tos consiguen sacar de su bolsillo un caramelo Halls Ice Strong y en pocos segundos desaparecen los espasmos. «Perdonen, disculpen...», balbucea. Los pasajeros vuelven a sus asientos. Se impone el silencio.

A los humanos nos encantan las historias de catástrofes basadas en hechos reales. Los catalanes ya han perdido el Mobile (MWC) sin tener un solo infectado. El miedo es malo para los negocios. ¿O no?