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Primero fue el miedo, necesario para hacer cumplir las normas. Después la mentalización, con ruedas de prensa diarias y sermones vespertinos del presidente los sábados. Ahora, pese a que no hay colegios, vivimos los tiempos de la educación para la «nueva normalidad». Los buenos ciudadanos llevan mascarilla en la calle, se distancian de los paisanos tanto como pueden, se hacen cargo de los niños renunciando a muchas cosas. Hemos cumplido y seguramente en parte por eso el viernes salió de la UCI para casos covid-19 el último de los pacientes. Solo quedan dos enfermos en el hospital, dos supervivientes que alegran el espíritu de todos los que hemos seguido el recuento diario de la pandemia y especialmente del equipo de cuidados intensivos. Llevamos 23 días sin contagios, cerca de lo que los epidemiólogos más precavidos consideran el fin del riesgo de transmisión comunitaria.

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Y a pesar de que hoy el riesgo es cercano a 0, seguimos cumpliendo las normas. Otra cosa será cuando la Isla se abra al turismo, algo necesario, incluso urgente para evitar las víctimas colaterales del coronavirus, los que ya están sufriendo sus efectos sobre la economía. Entonces deberemos estar preparados más que preocupados por atender con eficacia los posibles positivos de covid-19, demostrar que el rastreo funciona y ser capaces de controlar la expansión tras un posible rebrote.

Quien no cumple con los menorquines es el Gobierno. Por segunda vez ha rechazado que Menorca pudiera avanzarse y entrar en la fase 3 de la desescalada, cuando presenta los mejores datos sanitarios. Y seguimos a la espera de que autorice los vuelos interinsulares para que las personas puedan viajar sin necesidad de justificar una causa de fuerza mayor. Sánchez ha incumplido su promesa de desescalada asimétrica atendiendo a criterios objetivos. Nuestras voces, desde la periferia, no se escuchan en la capital.