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La letrilla de una balada del conjunto musical Los Mismos que susurra «cada noche es fiesta en Mallorca» sintetiza mi apego por la isla mayor del archipiélago. ¡En mi primera juventud cada noche era fiesta en Mallorca cuando en cualquier territorio nacional únicamente se daba esta unción en sábado! ¡Y una fiesta apócrifa!, repetición de la semana precedente, sin comparación con el mirífico fiestón mallorquín. En mi primera visita, todavía un pollito, aluciné con el titilo de sus luces, sus antros y sus amoríos. España se arrastraba aún por los derroteros del siglo XIX y el gremio extranjero había encumbrado ya la animación en la isla por los del siglo XXI. Una miscelánea de nacionalidades se movía a mi alrededor, desenfrenadamente, bailando en las terrazas, sobre el mar, a ritmo de nuevas músicas, nuevas bebidas y nuevas risas, con atrevimientos superiores, cálidos y a la vez refrescantes, cuyo colofón consistía en encamarse con una mujer a las pocas horas de conocerla, cuando en nuestra patria había que mantener previamente relaciones espirituales durante algunos años y desposarse en una iglesia. La primera vez que oí en Mallorca el vocablo ligar la gente no lo empleaba para atar cuerdas, sino personas, metonimia que fue extendiéndose hasta ser la más escuchada del vocabulario nacional.

Por este balanceo hedonista, por lindar con Menorca y por la privativa belleza de Palma con su fascinante bahía, Mallorca fue siempre uno de mis espacios predilectos. Los menorquines no solemos ser de todos modos tan devotos de la isla mayor como en otros archipiélagos. En los que yo he vivido, en los de Hawái y Canarias, los isleñitos se desplazan a Honolulu, a Las Palmas o a Santa Cruz de Tenerife, no al continente como nosotros, que cuando debemos abandonar la Isla para adentrarnos en las revueltas de nuestras circunstancias estudiantiles, sanitarias, de esparcimiento o comerciales, nos dirigimos a Barcelona. En esta gran urbe la cantidad, la diversidad y la calidad, en todo, absolutamente en todo, sitúa en fuera de juego a la isla mayor.

En Palma comenzó precisamente a configurarse este escritor de quinta fila que soy en la actualidad. Fue en un restaurante de los aledaños de la célebre Plaza de Gomila donde mi malogrado amigo Bosco Marqués, ex director de este periódico durante muchísimos años y por entonces subdirector del «Diario de Mallorca», soltó en la sobremesa, poniendo la primera piedra a mi afición epistolar:

- Tú serías un buen articulista.

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- Hombre..., si pagas- bromeé.

- Mil pesetas por artículo.

Como platicaba muy en serio acepté, mayormente por hacerme cargo de una nueva experiencia.

Mi estimado amigo Bosco no cambió mi vida, pero si alguna costumbre que rellena la última etapa de mi vida.

Claro que yo desconocía por entonces la célebre frase de Gustave Flaubert que dice: «si sabes hacer otra cosa no escribas». Porque, quizás, de haberlo sabido, hubiera respondido: «no gracias Bosco…» Pero, ahora es demasiado tarde para tirar la toalla. Vamos a ver a su término lo que sale. Estoy en ello.