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Primer día.- Mi nombre es Máximo Cenizo. La cuestión no es baladí, porque, ya de niño, la elección nominal de mis padres me hizo inquirir sobre si estos me habían amado o, más bien, había sido yo el producto de un descuido... Si a eso le suman que mi parecido con la Sra. Armengol, en versión masculina, es prodigioso y que vivo justo enfrente de un bar, podrán entender el porqué de mi actual desasosiego...

Segundo día.- Cómo habrán deducido por el título, nos han confinado, a los de mi calle, pero solo a los de mi acera, que a los de la de enfrente (¡y no sean ustedes mal pensados!) los han indultado. Llamándome Cenizo, adivinarán con facilidad que el bar del que les hablé ayer cae en la susodicha acera de enfrente y que, para más inri, es perfectamente visible desde mi balcón de medio metro. Los parroquianos (amigos teóricos) salen del antro cuando me ven asomarme, con sus cervezas en la mano y, llamándome a gritos, brindan, desde la distancia, conmigo. No es un acto de solidaridad, sino de pura mala leche. «¡Cenizo, mira qué ‘rubia’! ¡Está fresquísima!» Y, para redondear faena, utilizan el diminutivo ‘Ceni’, para derivarlo luego a Cenicienta... ¡Y eso –créanme- joroba!

Tercer día.- Se me ha olvidado comentarles que mi mujer me abandonó dos días antes del nuevo confinamiento, viéndoselas venir. Con lo que paso mi reclusión con la suegra, una octogenaria cinéfila y franquista. La combinación es explosiva porque diariamente me obliga a ver los programas dobles que organiza con una pantalla amarillenta y un amargado proyector de vídeo. Los citados programas se inician, inevitablemente, con un «No-Do» eternamente repetido que adquirió en el Rastro y con dos películas en –como ella dice- «brillante technicolor». Una, invariablemente, es de Paco Martínez Soria y, la otra, de Marisol... Les aseguro que me sé ya al dedillo los diálogos de «La Ciudad no es para mí» y puedo entonarles el ‘cantoral’ entero de «Un rayo de luz»...

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Cuarto día.- He intentado transgredir la ley para echarme unas birras en la otra acera, en el bar ya mentado hasta la saciedad, tan cercano y tan lejano a la vez. Pero la maldición de mi nombre ha vuelto a jugármela. Me han pillado justo cuando estaba en mitad de la calle, de los dos mundos: mi pierna izquierda se asentaba sobre la zona confinada y mi derecha, en la libre. Y mis cataplines justo en la línea divisoria. El municipal, atento, me ha comentado que, al no haber consumado el delito y tener mi cuerpo en ambos universos (algo que implicaba una enorme complejidad jurídica a la hora de multar), se contentaría con que le diera en cash la mitad de la sanción. A saber: cien euracos. Siempre y cuando regresara, sumiso, a mi hogar. Lo verdaderamente dramático ha sido que el espectáculo ha sido contemplado desde la cafetería por mis compadres que, tras llamarme Cenicienta, se han obstinado en recordarme, a gritos y farfullando, su historia…

Quinto día.- Estaba –créanme- desesperado, cuando un rayo de luz –y no me refiero a la peli de Marisol- ha alumbrado mi vida. Aprovechando el siestorro de mi suegra me he subido a la azotea y he divisado a una mujer espectacular haciendo ejercicios varios en la terraza contigua. Al verme, me ha guiñado un ojo y yo he recordado unos entrañables versos de Bécquer: «Hoy la tierra y los cielos me sonríen,/(...)hoy la he visto.../La he visto y me ha mirado.../¡Hoy creo/en Dios!».

He bajado raudo para contárselo a la suegra, básicamente para fastidiar...Y, de pronto, la vieja, eufórica, me ha soltado: «¡Ah! Me hablas de Paco, el transexual...».

Otros versos de Bécquer han pululado, en ese momento, raudos, por mi mente: «y entonces comprendí por qué se mata». Y del dicho al hecho. Ahora paso la cuarentena en una celda, la 13 -¡natural!-. Casi lo prefiero. Lo único que me joroba, de veras, es la certeza de que esos amigotes/cabrones seguirán, con toda seguridad, ahí, en el bar de Paco, brindando, irónicamente, por mí, por ‘Ceni’, por ‘Armengolo’... ¿Pero, de verdad, qué les hice yo a mis padres?