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Él llega a casa insatisfecho. Y a la par, satisfecho. Como siempre, ha recibido el calor de tantos, sus aplausos cuando iniciaba su jornada laboral entrecomillada. Se sabe un puntal de esa extraña empresa que mueve pasiones y que, curiosamente, nada fabrica ni produce, a no ser el despertar del Hyde/Hulk que lleváis dentro. ¿Qué sería de los políticos sin la institución, igualmente entrecomillada, para la que trabaja (comillas nuevamente)? Hoy ha realizado su trabajo mal. De ahí su insatisfacción. Ex profeso.

De ahí su satisfacción. Los jefes han de percatarse de su importancia, saber qué sería de ellos sin él… Hubiera podido producir réditos ese sábado, ejecutar su tarea con la habilidad que le es propia… Pero no: se ha mostrado voluntariamente torpe, a conciencia. Tal vez así obtenga ese aumento de sueldo que, no por necesario, es menos apetecible… Sus clientes se lo perdonarán. Cuando ese incremento se dé, volverá a su labor con ahínco y, nuevamente, brillará en lo suyo…

Sabe que lo que hace es estéril, infantil, que en nada contribuye al advenimiento de un mundo mejor… Más bien lo contrario: favorece el embrutecimiento del ser humano y sus bajas pasiones. Pero le da igual porque lo que le mueve es un talón bancario que debe –se lo merece- engordar continuamente…

Con su coche de alta gama se dirige ahora hacia su casa, esa que es mucho más que una casa. Le agrada correr, tal vez porque, al hacerlo, se enfrenta al orden impuesto. Ningún picoleto, al verlo, osará multarlo… Él es él. Cuando llegue se duchará y, luego, se dirigirá al hospital para regalarle algunas migajas a ese niño con cáncer que tanto lo admira… Ahí estarán los fotógrafos. Que la caridad vende y ha de ser vendida.

Finalmente, se acostará tras vivir un día en el que él no ha contribuido, en modo alguno, a hacer de eso que se da en llamar humanidad algo más digno… Se perdió el respeto hacia sí mismo hace tiempo. Lo sabe. Si es que, en alguna ocasión, se lo tuvo. Sin embargo, ha conquistado el respeto de tantos y tantos directores de banco… Y se duerme, al fin…

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Ella llega a casa, agotada. Se desnuda y coloca su ropa en la lavadora. Tiene miedo. No por ella. A la postre, está familiarizada con la muerte. O eso cree. No por ella, no -se itera-. Pero sí por los suyos: por su marido, al que apenas ve por incompatibilidad de horarios y por sus dos hijos pequeños. Tras la ducha, que desea prolongada, y un protocolo higiénico importante, se cubre con un albornoz y se dirige quedamente hacia el dormitorio de los peques. Los besa… Hace tiempo que no puede dormir. Sus dolorosas vigilias han alterado sus costumbres y minado su salud… Abre el televisor y observa a famosos adinerados que han accedido a la cima de gloria y riqueza gracias a un braguetazo o a cualquier tipo de indignidad. Y se pregunta entonces si hace bien, después de todo, en transmitirles a sus hijos aquellos valores que le inculcaron de pequeña y que les anhela irradiar. Tal vez tendría que recomendarles, por el contrario, que se afiliaran a las juventudes de algún partido político para que, a través de él, y lamiendo culos, pudieran llegar a ministros… O que cuidaran simplemente de su cuerpo para amancebarse con algún famosillo e ir de bolo en bolo, de televisión en televisión, de revista en revista… Pero no, se siente incapaz. Sobre todo cuando revive la imagen de Paco, que tras 72 días de lucha, tras 72 batallas y gracias a su obstinación y la de sus compañeros, ha ganado hoy la guerra… Recuerda el tacto de su piel en el apretón de despedida… Y unas trémulas «gracias.» A la postre, es una falacia su viejo consuelo: el de que el dolor ajeno no le afecta, el de que llegará a no afectarle… Y se duerme, entonces…

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Ella es enfermera. Su sueldo base ascendía a mil euros. Ahora a mil cuatrocientos porque curra en la UCI…

Él es futbolista y maestro en el improductivo dominio hueco de hacer con el balón lo que le salga de los cataplines. Gana, anualmente, setenta y un millones…
Y, de repente, en el primer aniversario de la pandemia, huele a vómito…