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Doña Rosita no se llama doña Rosita. ¿Para qué engañarte? Pero existe… Es domingo y has de remitir estas líneas a Vanessa… En ocasiones no es fácil. Estás, a veces, cansado, sí, de las mismas realidades, en ocasiones miserables, que te envuelven en el mundo de la política o de otros mundos, que se iteran y que se empecinan en sobrevivir. Al comentarlas, intentas ser objetivo, pero, ineludiblemente, esta actitud te lleva a ninguna parte, como a los comediantes de la película de Fernando Fernán Gómez. Pero hoy prescindirás de esas cosas que te muestran, en ocasiones, el lado más oscuro del hombre para hablar de un personaje entrañable… Y ese domingo será más domingo…

Te importan ya pocas cosas… Salvo, entre otras, el café de doña Rosita… Vive sola –te cuenta- y le aterroriza la noche. Esa noche en la que los solitarios solo aspiran a ver amanecer… Como en la película de José Luis Cuerda: «Amanece que no es poco».

Doña Rosita –y a lo mejor se llama, efectivamente, doña Rosita- es/era una mujer a la antigua usanza… No le preocupa la factura de la electricidad, porque, en plena posguerra, lavaba a mano con jabón Lagarto. Puede que, cuando estrujara la ropa en una especie de parrilla de madera, lo hiciera con rabia, pensando en que le habían jodido la vida porque a un hijo se lo mataron por el simple hecho de vivir en Mallorca y, al otro, en Menorca… Apareció en una cuneta…

Su memoria es memoria histórica… A no ser porque…

Aprendió a perdonar…

Rosita se levanta, cuando puede –te lo comenta- temprano. Abre bares, pero no por premura, esa que no tiene, sino porque la noche es tan larga…

Cuando paga su cortado, abre una cartera envejecida y, entonces, de repente (como en la canción de La oreja de Van Gogh, «Durante una mirada», se la recomiendo) uno ve tres fotos amarillentas, las de sus tres hombres… A uno, su marido, la Naturaleza le hizo lo que le hará, a la postre, a todos, pero hubo dos que murieron a destiempo, por gentes que jamás entendieron que una ideología se deshace cuando las páginas de su ideario se tiñen de sangre…

Y busca en esa cartera envejecida ese euro con diez –crees- que cuesta su café… Cuando puede, deja cinco céntimos, por la compañía y su cháchara del/y con el camarero…

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Luego, lentamente, abandona el local… Cojea. Lleva un bastón. Y, sin embargo, resulta mayestática… Tiene mucho de reina. Porque en ocasiones, raras veces, la bondad emerge y la majestad, esa que, a diferencia de otras reinas, no entiende ni de marcas ni de poses…

Doña Rosita se enfrenta luego al resto del día… ¡No es algo baladí! Pero sí muy duro…

Al verla, cada mañana, las luces de la mañana son más vívidas…

- ¡Doña Rosita! – le espetas-.

-¡Juanlu, qué tal!

Ayuda a una hija en paro. Y, en ocasiones hurga en su billetera, sí, para ver si puede costearse ese café o no, ese café que nunca, nunca, le faltará (de eso os encargáis los parroquianos). Es la misma billetera en la que –existan monedas o no- siempre habrá las fotos desvaídas de tres hombres…

A doña Rosita le desearías lo mejor… Una buena pensión, un país decente donde exista un presidente, no eternamente ausente (y perdonen el ripio), donde se prime en los presupuestos educación, sanidad, dependencia y tercera edad. Un país en el que nadie se apoye para gobernar en los sucedáneos de ETA sin haber pasado previamente un año metido en un zulo. Un país donde las lenguas irradien tolerancia… Un país que entienda que, pronto, se cumplirá el centenario de una Guerra Civil… Esa, que a doña Rosita, le cercenó a un hijo en Mallorca y a otro en una cuneta, en Menorca… Probablemente ninguno de esos jóvenes sajados entendían de política… Porque ya toca…

Doña Rosita:

La desvergüenza de la actual clase política y la memoria histórica, real, anidan, doña Rosita, en su cartera… Desvergüenza de un país que le hace dudar sobre si usted, a estas alturas, cuenta o no para un café… Y la memoria histórica, real, que yace en esas fotos con una ictericia repleta de amor y besos…