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Hacer limpieza de armarios es regresar a tu pasado. Con una sabiduría tardía y, por tanto, en muchos casos, inútil. Esa que la vida te ha ido configurando a plazos, como si ella, la vida, fuera un puzle sádico cuya imagen completa sólo se puede adivinar al final. No en vano Gracián señaló que el hombre moría cuando debería de empezar a vivir, cuando mayor tolerancia acrisolaba, cuando optaba, más que por la cháchara, por el silencio y la introspección, cuando escogía escuchar antes que berrear, cuando era plenamente consciente de su fragilidad y fugacidad, cuando, en definitiva, descubría qué valía y que no. Es decir: cuando se mudaba, finalmente, en experto en un oficio que, curiosamente, casi no ejercería ya…

No te refieres –lo sabes– al armario de la ropa, sino a ese otro en el que has ido guardando recuerdos, trozos materializados de tus días: en ocasiones porque dolían, en ocasiones porque los amabas hasta el extremo. O porque eran reflejo involuntario de errores. O de tiempos de gozo que se te escurrieron sin que te dieras cuenta, esos en los que eras feliz mientras, ¡idiota!, buscabas serlo… Armario que jamás ordenas, no por pereza, sino por nostalgia… Únicamente acudes a él cuando te incomoda el presente… Lo abrirás hoy –te mientes– únicamente un momento. Harás un saneamiento rápido –te mientes, sí–. Y acabarás por aletargarte, paladeando el aroma de lo perdido…

En ese museo íntimo, escasas cosas hay de riqueza crematística, sino exclusivamente moral. Anidan, en sus entrañas, fotos, figuras rotas, cartas, documentos y alguna que otra araña que, atónita, asiste a una inesperada «okupación»…

Y ahí están tus padres, redivivos, esa amiga ciutadellenca que se fue a deshora, los bailoteos en «Poppins», las calles exterminadas, los silencios rotos, algún que otro boletín de notas, Ella, las canicas, las fotos, las cartas… Y esas libretas de filosofía y de Naturales que guardaste en homenaje a dos hombres buenos: Rosendo Gispert Calderón y José Cardona Mercadal, catedráticos en el «insti» y maestros, en manida frase, de la vida…

Las abres… Y te saluda, de pronto, Salustio con una frase tan ajada como vívida: «Cuantas más viles son las intenciones de los hombres, más hermosas son las palabras que utilizan para disimularlas». Y lo lees un 13 de Junio, un domingo en el que se protesta por el «yo» de vuestro César/Presidente, un «yo» disfrazado de «pacificación» y de «diálogo»… ¡Cuanto dolerá esa doblez en tantos que estarán en el «trullo» por una minucia penal a la que, probablemente, las circunstancias adversas, más que su libre albedrio, les empujaron… Y la miseria. No habrá, sin embargo, indulto para ellos. Porque, a su pobreza, esa que debería de haber cercenado un verdadero progresismo, unen otra: la de la carencia de valor político para la supervivencia del emperador que rige vuestros destinos…

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Y te saludan, también, las propias palabras del Sr. Cardona: «¡Valorad la belleza de lo simple, de las pequeñas criaturas, porque la rosa ya tiene quien la cante y adule. En la vida optad también por los débiles!»… ¡Qué magníficos hombres, esos! ¡Qué magníficos hombres esos que te enseñaron la amoralidad del maquiavelismo y te advirtieron sobre su supervivencia en las tierras de los sumisos!

Y Diógenes: «Con frecuencia se disfraza de diálogo lo que, a sabiendas, es un monólogo impuesto»…

¡Qué buenos maestros, de verdad!

Y Cicerón: «Quousque tandem abutere, Catilina, patientia nostra?... «Quousque tandem abutere, Pedro, patientia nostra?...»

Y cierras finalmente el armario, no sin antes depositar cuidadosamente las libretas en su seno, limpias ahora de polvo, que no de validez. Y en una última ojeada te convences de que, a la postre, fuiste, en general, un tío con suerte. Entre otras cosas por haber contado con el Sr. Calderón (siempre prevaleció su segundo apellido) y con el Sr. Cardona… Y con tantos otros, por la belleza e inmutabilidad de su ética, esa, esa sí, que también está en tu armario y en tu educación…