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Hace escasos días presenciaste, estupefacto, un debate televisivo que se caracterizó por su inusitada virulencia. Nada nuevo bajo el sol –pensaste-. Pero jamás –que recuerdes- habías asistido a un espectáculo tan deleznable como ese… Se discutía sobre la subida de la luz y los tertulianos (a los que se les debería suponer, como en la vieja mili, si no valor, cierta preparación y cierta educación) no llegaron a las manos de puro milagro. Hablas de debate, por no hablar de otra cosa, ya que aquello tuvo poco –o nada- de cruce ordenado de ideas. Y seguirlo era casi una misión imposible, a pesar de los esfuerzos realizados por la moderadora, desbordada...

En esa tesitura recordaste las clases de Lengua Castellana de Cuarto Curso de la Educación Secundaria Obligatoria y, en concreto, una anécdota descorazonadora. Habíais impartido, precisamente, el tema del debate, al que le habíais dedicado seis horas lectivas. No era un mero objetivo lingüístico, no se trataba solo de que los estudiantes se ejercitaran en su expresión oral (algo del todo necesario), no constituía un documentarse sobre un tema y prepararlo –que también-, era –o pretendías que fuera- mucho más: un experimento ético en el que los adolescentes aprendieran a escuchar, a argumentar y contra argumentar, a respetar al «rival», a un    saber esperar turno, a un dejarse llevar por la batuta del moderador, a un «no insultar», etc. Una vez finalizada la actividad, al día siguiente, se te acercó un muchacho para preguntarte…

- ¿Te acuerdas?

- Te acuerdas –te contestas-

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Para preguntarte por el sentido de esas clases ya que, en televisión, los tertulianos hacían exactamente lo contrario de lo que tú les habías dicho… Abrumado, ensayaste algunas palabras. «Yo te he de explicar cómo deben hacerse las cosas y no como las hacen algunas personas. Soy consciente de que hay gente que se suicida, pero mi misión como docente no es inducirte al suicidio…».

Era –es- difícil enseñar en el día de hoy, mientras los profesores y todo el mundo educativo espera inútilmente una reforma educativa, pactada, esa que nunca llega por culpa de la cerrazón de unos políticos que no se ponen de acuerdo    ni para ir a tomar café. Una reforma ciertamente necesaria y con cierta permanencia temporal. Una reforma que permita la revisión de contenidos y de metodología. La que anule algunas alarmantes contradicciones… A saber: que se le exija al estudiante que estudie y no exista una materia específica relacionada con las técnicas de estudio; que se le exija que se mude en un buen ciudadano cuando la clase dominante ofrece, diariamente, ejemplos de gran mezquindad; que se le exija que sea cívico y se vayan paulatinamente apartando aquellas materias que no tienen como fin un rendimiento futuro, empírico y en cash; que se le exija una cultura general cuando cada materia anida en una    especie de compartimento estanco sin relación alguna con el resto de asignaturas; que se le exija una vida sana cuando nada o casi nada les habla en las aulas de ello, que… Por no hablar por la priorización de la comprensión y expresión orales y escritas…

Mientras, en infinidad de ocasiones, el maestro (que no funcionario) se siente como una especie de quijote luchando, con apenas una tiza y algunas fotocopias (en ocasiones, si hay suerte, con una pizarra digital) contra todo tipo de poderosísimos molinos: internet, la incomprensión de algunos padres, el mundo de la calle, las compañías no deseables ni deseadas y un largo etcétera…

Y, mientras, sí, esa reforma no llega, el chaval verá, tal vez, algún debate, preguntándose qué carajo le ha estado explicando el profesor… O pero aún: algún día él será el tertuliano, el protagonista de uno de esos programas, desnudo de argumentos, incapaz de reflexionar serenamente sobre un tema y recurriendo, final y tristemente, al insulto… Y así os vaya… Y así –temes- os irá…