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El culebrón que protagoniza el tenista Novak Djokovic en Australia trasciende del ámbito deportivo y se ha convertido en una cuestión diplomática internacional, para unos adalid de los derechos y libertades, para otros, simplemente alguien que quiere hacer valer su posición como deportista de élite para salirse con la suya. Esto es, no vacunarse y participar en el Open de Australia exento de cumplir la norma que rige para los demás. Al margen de la política que haya detrás del rechazo a su exención –últimamente parece imposible separar sanidad de estrategia, incluso electoral–, lo que pone de manifiesto este embrollo es que o las normas se hacen para todos o todos nos las saltamos, así de simple. Por cierto, Australia es el país que implantó su política ‘cero covid’ e impuso confinamientos puntuales cuando detectaba cifras de positivos con las que aquí nos iríamos de vinos. También es un país de sobra conocido por tener unas leyes muy exigentes de entrada y permanencia en su territorio, con o sin pandemia. Parece ser que después de una primera victoria judicial y moral del tenista, el gobierno federal todavía podría cancelarle su visado. La polémica sobre el trato diferente en el mundo del deporte no acabará aquí. Francia ya avanza que sí habrá excepciones en el Roland Garros, por la «burbuja de salud de estos grandes eventos», según su ministra de Deportes. Mientras tanto el presidente Macron habla de «fastidiar» o emmerder a los no vacunados. Se puede estar de acuerdo o discrepar con una medida, pero siempre queda la opción de no ir a un lugar cuyos valores chocan con los tuyos. En 2017 la ajedrecista ucraniana Anna Muzychuk renunció a jugar en Arabia Saudí y no pudo defender sus títulos mundiales. Perdió mucho dinero pero decidió «no jugar con las reglas de otro, no llevar abaya, no ser acompañada al salir y no sentirme una criatura de segunda..., estoy lista para saltarme el evento y defender mis principios», declaró. Supongo que eso es coherencia, pero a nadie parece importarle.