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Hay momentos en la política que causa asombro, incomprensión, en la que uno se ruboriza de vergüenza. La última semana de febrero, pudimos ver como destacados miembros del partido conservador, pedían la dimisión de Pablo Casado, es decir, de su presidente, a raíz del feo asunto aún sin resolver de las mascarillas, con las que el hermano de la señora Ayuso, había presuntamente obtenido un beneficio personal de miles de euros. Como ni Casado ni Egea fueron capaces de aclarar cómo era posible hacer este tipo de negocio cuando en el país carecíamos de mascarillas, y las pocas que había, se pagaban    con cifras astronómicas, las personas morían por cientos diarios (700 en un solo día) al presidente y secretario no se les ocurrió otra que tramar un capítulo de presunto espionaje, que a la postre sirvió para ir contra ellos y que ha terminado por hacerles dimitir. En mi opinión excesivamente deprisa.

Aparte de los fallos cometidos, a pesar de no ser capaces de aclarar estos turbios episodios, en su propio partido lo que luego pasó en el Congreso el 23 de febrero último, es de lo más absurdo, innoble, indigno y mezquino que yo recuerde en lo que llevamos de democracia. Pablo Casado podía no haber ido al Congreso, diríase que quiso morir de pie, despedirse desde el mismo lugar en que había ejercido su oposición al Gobierno desde que tomó posesión de presidente del partido, y lo quiso hacer delante de aquellos que en una semana había pasado de ¡presidente, presidente! a pedirle que dimitiera, que abandonase el barco, mientras ya habían pensado en Núñez Feijóo. Casado tuvo una exigua intervención de despedida pero que fue largamente aplaudida, que uno no sabe si le aplaudían porque se iba o porque la hipocresía no tiene límites, pues los que le aplaudían eran los mismos que sin lealtad le acababan de echar.

Al abandonar el hemiciclo, después de escuchar la respuesta del presidente del Gobierno, le siguieron en el triste trance de abandonar el escaño y el Parlamento (según dijo Pablo Ordaz en «El País» de 24 de febrero «después de que esa caterva de Judas que es hoy por hoy el grupo parlamentario del Partido Popular») sólo tres diputados, Ana Beltrán, Pablo Montesinos (que fue el primero que se levantó) y Antonio González Terol. El hemiciclo quedaba como el escenario de una tragedia    griega. Desaparecía un líder al que había abandonado su propio partido, su propia gente en menos de una semana; allí quedaron mirando como su líder ocultaba su incomprensión, su incredulidad y sus lágrimas detrás de la mascarilla. Hacía solo un par de días que Cuca Gamarra, el secretario Guillermo Mariscal, junto a todos los que ahora aplaudían, se habían bajado a la carrera de un barco que había    chocado con el iceberg de las mascarillas del hermano de Ayuso. A la larga sombra del presunto espionaje a Isabel Díaz Ayuso, hay que añadir la falta de firmeza en la última reunión con la presidenta de la Comunidad de Madrid, intentando aclarar el escándalo de la extraña compra de unas mascarillas que reportaron, según lo publicado, 286.000 euros como comisión. En las fechas en las que estábamos, se mire como se mire, para la ciudadanía era repugnante, por muy legal que pueda ser, porque lo que el votante, el ciudadano que sigue el transcurrir de los avatares políticos, vio en este caso fue un episodio nauseabundo, terminando por tener que ver de qué forma más hipócrita aplaudían en los escaños del Congreso, todo un partido a lo que quedaba de su líder después de haberle abandonado. Quizá ahora, aunque ya tarde, Casado haya aprendido la lección de que en política demasiadas veces «los amigos son falsos pero los enemigos son verdaderos».

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Un amigo fiel, digno de loa, lo ha sido ante todos los que le abandonaron, Pablo Montesinos, que por oídas, parece que le había dicho a Pablo Casado «estamos muertos pero yo no te abandonaré nunca». Y, efectivamente, acompañó a su jefe en el momento más ingrato de su carrera política. Casado nunca pensó que su partido fuera a dejarle tirado al extremo que le negaron el pan y la sal cuando más falta le hacía.

Si Pablo Casado Blanco no hubiera negado tanto y tan groseramente la legalidad de Pablo Sánchez como legítimo presidente del Gobierno, posiblemente otro gallo le habría cantado mejor que el que le cantó.

No veo al expresidente del PP haciendo como Sánchez en su día, también ante el abandono de su partido, cogiendo el coche y lanzándose a las carreteras de España, de sede en sede, para recuperar su legitimidad, más bien le veo fuera del Parlamento, su muerte política la presumo irreversible.    Ahora recuerdo vagamente de qué poco le ha servido desde la tribuna de oradores un lenguaje tan abrupto, tanta agresividad oral hacia el presidente del Gobierno, que confundía con su enemigo, cuando de los enemigos que tenía que cuidarse los tenía a su alrededor.