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«Yo tenía un perro –una perra- y me lo envenenaron» no se cansa de repetir Sebastià Alzamora. ¿Quién puede querer tanto mal a una pobre bestia y a su dueño? Sebastià Alzamora, en cambio, quería tanto bien a su perro que le ha dedicado toda una novela, Ràbia. La rabia es el sentimiento que produce que alguien se ensañe con un pobre animal, el más fiel de los compañeros, hasta la muerte. Un animal tan alto como un hombre bien constituido: metro ochenta cuando se ponía de pie sobre las patas traseras. ¿Es esto lo que nos diferencia de los animales, el hecho de que nosotros vayamos más o menos erguidos? A menudo es así. No tenemos la fidelidad de un perro, ni la nobleza de un caballo, ni por supuesto la vista de un lince. Tenemos, en cambio, la tendencia a imitar de un mono, la facultad de repetir a tontas y a locas de un papagayo, y a menudo el cerebro de un mosquito (si no, no se explicarían muchas cosas). En la novela de Sebastià Alzamora, escrita con cuidado, con destreza de poeta, estructurada con esmero, contada en tempo lento y en primera persona encontramos todo esto y mucho más. Hasta el desalmado que envenena a la Taylor, la perra del protagonista, fue un día un bebé encantador que hacía sorber los vientos a sus encandilados padres. En la novela también se describe un crimen entre humanos. Hasta el asesino fue un día un niño encantador, un trozo de carne que cualquiera con instinto materno quería arrullar. La novela parece a ratos una reflexión sobre la esencia de lo humano y también de lo inhumano que hay en nosotros.

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Pero es también una obra de arte, en el sentido que nos ofrece una particular visión del mundo, aquí Bellavista, una urbanización en una isla grande como podría ser S’Arenal en Mallorca. La novela es también la recreación de ese mundo que el autor ha vivido desde pequeño, con sus vestigios de un pasado rural y con los desmanes del turismo de sol y playa. No hay nada exagerado, ni tampoco nada excesivamente violento, al menos nada truculento. Es como si Sebastià Alzamora, hombre cabal donde los haya, poeta esta vez en prosa, hubiera querido entregarse a una recreación libre de cuanto tenía a su alrededor, huyendo de los recursos desgarradores que también ofrece la vida cotidiana y la muerte por envenenamiento de un perro muy querido, construyendo la elegía del buen animal convertido en el hortelano de la tierra que estercola tan temprano –cuatro años es lo que alcanza a vivir la perra Taylor- el compañero del alma, compañero.