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Los franceses deciden el domingo entre Macron y Le Pen, dos opciones del espectro político del centroderecha y la derecha radical. La primera ronda barrió el resto de opciones en un sistema electoral donde solo ganador y colocado llegan a la carrera final.

Lo normal hasta ahora era que las opciones se repartieran entre la derecha y la izquierda, pero la división clásica ha quedado hecha trizas en los países que, como nuestros vecinos galos, van marcando el paso del cambio político y sociológico.

Los electores seleccionaron siete años atrás a los mismos finalistas y cada vez queda más patente que toda la demonización y dinamita utilizada contra la líder de la Agrupación Nacional son pura vitamina para ella. En algunos medios la llaman «la cara amable de la ultraderecha francesa», quizás porque hay otra opción aun más extrema.         

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El molde clásico de derechas e izquierdas cada vez sirve menos. La candidata socialista, Anne Hidalgo, de ascendencia gaditana y heredera del expresidente Hollande, solo obtuvo el 1,74 por ciento de los votos y Los Republicanos, con otra mujer en el cartel electoral, Valérie Pécresse, el 4,79. Definitivamente ha cambiado el paradigma, aquí de momento vamos con demora, pero ha habido suficiente señales en la misma línea.

Es algo más que una anomalía, ¿qué está pasando? Posiblemente, los electores se han cansado de tanta doctrina rancia que enfrenta a ricos y pobres, propietarios y okupas, europeístas, feministas, ecologistas, comisionistas y charlatanes. Demasiado mejunje para un público cada vez más selectivo y aburrido de los partidos tradicionales, tocados por una corrupción crónica, que no han sabido responder a sus necesidades o intereses.   

Ganará con toda probabilidad Macron, pero los trabajadores ya han avisado de que Le Pen es ahora mismo quien mejor les representa.