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Entre los asuntos que se han ido preparando para el curso que ahora empieza entre el clásico sindical del otoño caliente y el apagón para prevenir la crisis energética, aparece el indulto a Griñán, el expresidente andaluz de los ERE. Felipe González, Guerra y hasta parte de la oposición le considera un tipo honorable, que no se ha llevado dinero, que no merece la cárcel y además tiene una edad incompatible con la vida de celda y patio. Pero ha sido condenado a seis años de cárcel por prevaricación y malversación en el gran fraude cometido con dinero público cuando él presidía o era consejero de aquel gobierno.

Seguramente todos tienen razón, no se quedó un euro, pero tampoco evitó que continuara el expolio para construir una red clientelar. También es comprensible la opinión de que la cárcel ha de ser para los delitos de sangre o ataques contra los derechos y libertades personales, mientras que los delitos económicos han de ser reparados con, al menos, el importe defraudado.

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El exministro Virgilio Zapatero abunda en la pena del telediario, antes de que se conociera el fallo de los ERE «las personas procesadas llevaban ya once años soportando una sanción social que puede ser más insoportable que la propia pena», decía hace poco. Cierto, pero sobran los antecedentes, particularmente aquí en las islas donde por menos se ha castigado más. Y siguen durmiendo en chirona.

La cuestión de fondo es otra, el mensaje que transmite este tipo de indultos, el político que comete un delito es salvado por otro político. Se esquiva así el poder judicial y todo queda amañado entre los que detentan el poder ejecutivo. No sirve, como dicen, el antecedente del procés, pues el delito es de naturaleza distinta. Está en juego la credibilidad del sistema y de una actividad cuyo prestigio se halla en caída libre por razones precisamente como esta.