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Puede que usted (y usted y usted y usted) mire su viejo reloj de pulsera y compruebe que es día veinticuatro. A no ser que su quejumbroso contador de horas y, por tanto, de vida, esté estropeado. No sería de extrañar. Pero no. Lo sabe. Hoy es, efectivamente, día 24. Sus manos aprendieron, en un lejano día de infancia, a mudarse en primitivas e inocentes calculadoras y sus dedos en dígitos. Con ellos realiza el cálculo cadencioso y eternamente repetido. Quedan todavía ocho. Ocho para cobrar. ¡Son siempre tan largos esos días! Toda una vida de honradez y de honestidad para llegar a esto -se susurra entre fingidas sonrisas para que sus hijos no intuyan el desencanto-. Luego, ineludiblemente, visualizará los vacíos (y sus terribles volúmenes) que habitan en su frigorífico, ese, de los antiguos, que aún pare escarcha y a sus dos hijos y se cagará en ese pijo de Salamanca que, probablemente, cobrará cuatrocientos euros para fines pseudo-culturales…

Le hubiera ido mejor -se dice- si, por ejemplo, en su día, hubiera aceptado esa propuesta política, la de ir de número tres en determinada lista… En esa tarde grisácea de invierno, al proponérselo, le hablaron de emolumentos, de cifras, incluso de «chollos» (ese vocablo que no se avergonzaron en pronunciar), de prebendas, de exclusividades, pero no de ética, ni de libertad de conciencia ni, mucho menos, de libertad de voto. Aunque le dijeron que se lo pensara, usted no se lo pensó. Ya en esa remota época, para usted, un NO era un NO. Luego, ¡cosas de la vida!, le copiaron la expresión que usted, ingenua, no había previamente registrado. Y, al igual que Ulises, no  se dejó cautivar por ese canto de sirenas metido a soniquete de caja registradora. De haberlo hecho, su nevera estaría llena y sería una de esas  «no frost» que tanto molan. Y le importaría un bledo si hoy es 24. Porque eso, a usted (ese usted que ya no sería usted), se la soplaría. Como le importarían un «kínder» esas notas informativas de su banco sobre intereses y descubiertos y que la empujan periódicamente  a revisar sus cuentas, no vaya a ser que la haya espichado y esté en números rojos. Pero no en este 24: su saldo es de 25’42 euros… ¡Uf!

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Cuando acabe la jornada, se sentará reconfortada en el sofá. Los niños, este mes, afortunadamente, cenados. Reconfortada y exhausta. Como deben sentirse los héroes tras el cese de cada batalla. Porque lo suyo tiene mucho de esas cosas: de invisibles contiendas y heroísmos no constatados. Y pensará, irritada, en esas «becas» que cobran algunos para, en una nueva y disimulada inquisición, controlar –y presionar- a un determinado medio de comunicación isleño; o en esas noches en las que, hecha polvo, acude, sin embargo, a los contenedores de reciclaje de la esquina fiel a su amor por Naturaleza y decencia para enterarse, luego, de que, ¡bueno!, la gestión de residuos tal vez no era, después de todo, ni tan ejemplar ni tan ejemplarizante a como se tenía pensado; o que, mientras se exige un turismo de calidad, no se ponen los medios necesarios para que existan, paralelamente, unos servicios de altura (a la postre cualquier chaval puede ejercer de camarero y ser despedido sin tapujos ni decoro) y que, por tanto, eso de mejorar una rama (Hostelería y Restauración) de eso que llaman FP constituye algo superfluo que puede esperar y sobre lo que no vale ni la pena hablar ni contestar a quien pregunte; o que…

Usted (usted y usted y usted y usted) sufre –te cuentan- con frecuencia náuseas. Aunque no fisiológicas. La honestidad tiene esas cosas. Pero insista en eso tan demodé de ser honrado/a. Como dijo Cela: «gana el que resiste». Y urge que usted gane, que todos los que son como usted -los que no se vendieron ni dejaron vencer- ganen, aunque a partir de cada día 24 tengan que mudarse en malabaristas sin cartel ni pago. Que es del todo necesario que la honestidad siga ahí, a modo de espejo, para vergüenza de tantos, de tantos inútiles, de tantos arribistas…