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Isabel (Isabelita o «Isa» para sus clientes) abre su bar portuario. Son solo las seis de la mañana, pero los «parroquianos» ya están ahí, aguardando su café o lo que sea, en repetida liturgia. La dueña ha ido envejeciendo, más o menos como todos, más o menos como su establecimiento que pugna, como ella, por sobrevivir en un mundo donde los viejos locales, que se arrodillan por el peso de los días, no parecen hallar cabida... A la postre, tiene, el suyo, ¡tan poco de «cool»!

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Evaristo pide un «fil ferro» que paga con monedas de cinco y de dos céntimos. Enero agoniza. Y con él, muchos que no llegarán a su sepelio. Evaristo no está de buen humor. Evaristo lleva años sin estarlo. De hecho, su ironía andaluza emigró cuando se cayó de un andamio. Cada mañana, a sus sesenta años, constituye una amenaza. No resulta fácil ejercer oficio a esa edad. El obrero de la construcción se pregunta si podrá hoy con esos sacos de cemento que cada día pesan más; si será capaz de disimular su artrosis; si le volverá a dar un vahído desde ese o desde cualquier otro andamio. La jubilación está cerca y, a la vez, muy lejana. Isabelita enciende su viejo televisor «Thomson». Alguien habla de «puertas giratorias». Al escucharlo, Evaristo escupe sobre el suelo. Escupitajo de saliva e ira contenida. «Isa», que comprende, no se lo reprocha. A la postre, para eso está la fregona. «Isa» recoge los céntimos del anciano prematuro y se los devuelve. «Hoy invita la casa» -le informa-.

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Antoñita le comunica a la dueña de «El desencanto» que ya ha cobrado su viudedad. Isabelita la felicita. «¿Un cortadito?» -le espeta-. «Un agua del Carmen» –le contesta-. «¿Me has guardado el «Pronto»?» –añade-. Y es que para la anciana un euro es un euro... Isabelita contesta afirmativamente con sonrisa todavía no ajada por el día. «¡Tenga!» Y ahí se queda Antoñita, consumiendo mañana, huyendo, probablemente, de una casa en la que únicamente anida el silencio y un ajado retrato de un hombre al que metieron en una guerra y en la que la espichó... Y soñando en lo que pudo haber sido y, ¡ay!, no fue…

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La mañana avanza lentamente, como los barcos de carga que van entrando, exhaustos, en el puerto. Andrés le cuenta a Paco lo de su «chollo»: conserva el subsidio de desempleo, trabaja en «negro» por las tardes y «sisa» material de la empresa. Paco le escucha, admirado. No en vano Andrés es su héroe. Piden unas «birras» y bromean. En la tele hablan de recortes en Sanidad. Andrés se escandaliza. Paco comparte su rubor. Y también su culpa…

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      Nito entra en «El desencanto». Se hace un silencio incómodo. En el bar todo se sabe. Y lo que no se sabe, se inventa. Isabelita sale a su encuentro y lo saluda con una sonrisa, entre desmesurada y solidaria, que quiebra la elocuencia de ese súbito silencio. Nito acaba de salir de Presidio. Robo. Nada espectacular. Lo preciso. Para los suyos, más que para él. Como quien hurta el aire cuando se lo niegan. Nito piensa –«Isa» le apoya- que, en caso de volver a nacer, se empecinaría en hacerse político, a ser posible andaluz o catalán…

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Reme entra en «El desencanto» con su nieto. Isabelita la estruja con afecto. Pide un café. Con el primer sorbo, Reme    adquiere súbitamente la certeza de que su hijo y su nuera sólo se acuerdan de ella cuando la meten a cuidadora de guardería no registrada. El café sabe amargo. Pero no es el café.    Y Reme lo sabe.

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Isabelita cierra finalmente el bar. La tele está hablando de viajes particulares con aviones del Ejército del Aire. «¡Cien mil euracos por trayecto, joder!» -se exclama-. ¿También ella? ¿También Yolanda?»    Y luego recala nuevamente en sus clientes, en el andamio de Evaristo, en ese euro de Antoñita, la del «Pronto», en la celda de Nito, en Reme, en…

La mañana y el mediodía y la tarde... La misma mañana de todos los días, el mismo mediodía, la misma tarde, la misma hora de cierre prolongada por las confesiones de un borracho en busca de oyente y consuelo. Y las hojas de un calendario -de los de antes- que van cayendo inútil y cadenciosamente como las utopías inalcanzadas...