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Fue el exalcalde José Al·lés Quintana, ‘en Bep de l’Iris’, quien ingenió el calificativo amable y definitorio con el que era denominado Josep Mascaró Pasarius en Ciutadella en los años 50 y 60: la gacela.   

De aspecto desgarbado y espíritu inquieto, aquel joven de Alaior recorría, infatigable, en una bicicleta que sumaba kilómetros, el campo de Menorca. Junto con su padre, que también organizaba el juego de ‘la rata’, visitaban los llocs para vender ropas, botones, hilos y otros menesteres y utensilios a las madones. Con esta actividad, y gracias a su inteligencia natural, Mascaró fue descubriendo los más recónditos rincones y paisajes, así como las tanques, quintanes, avencs, amagatalls y todas las calas y barrancos de la Isla.

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Una visita escolar a la taula de Torralba den Salort, cuando el futuro arqueólogo apenas contaba ocho años, le abrió una enorme fascinación por aquel monumento milenario. No le convenció la leyenda de la giganta que vigilaba el monumento megalítico.    «Decidí que debería ser yo mismo quien descubriera el origen de aquellas grandes piedras», explicó en 1996, el mismo año de su fallecimiento en Palma.

Su prodigiosa capacidad de trabajo, sus dotes para aprender y escribir, y su innata curiosidad dieron pronto sus frutos, pero Menorca quedaba pequeña -tras el paso por «El Iris» y la creación de las ‘Monografías Menorquinas- para el vuelo audaz de aquel menorquín tan emprendedor como perspicaz. Su fuerza autodidacta compendia el espíritu del Renacimiento y de los ilustrados del XVIII. Aplicó con talento las técnicas de la cartografía que aprendió en la Legión y puso las bases de la toponimia y onomástica menorquina.

Este año, en el centenario del nacimiento de Josep Mascaró Pasarius, recuperamos y reivindicamos su trayectoria polifácetica; su pasión por la Historia, su compromiso con la defensa y la riqueza de los nombres de tantos enclaves que recuperó. Nos interpela, hoy, la velocidad y la agudeza de la gacela menorquina.