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No hay ninguna fuerza más fuerte que la razón. De ahí que ponerse a discutir con quien tiene la razón de su parte, es tan absurdo como empecinarse en que el olmo dé peras. A pesar de ello, no han de ser pocas las veces a lo largo de nuestra vida en que porfiemos hasta lo absurdo por una cuestión en la que no llevamos razón.    Recuerdo una ocasión en las oficinas de «La Seda de Barcelona», en la Vía Augusta de la Ciudad Condal, en que a la sazón estábamos negociando el convenio de aquel año, cuando un compañero tuvo una ocurrencia en verdad curiosa, utilizó como argumento un tema sobre la media hora del bocadillo, que nadie de los presentes habíamos oído jamás, incluidos los dos abogados de la empresa y los dos abogados de los trabajadores, que estuvieron buscando en sus libros de apoyo lo que el compañero señalaba. Tres horas estuvimos dándole vueltas «a la noria» sin encontrar una luz que nos alumbrase. No había nada escrito sobre las razones que daba el sindicalista, y no lo había porque no existía. El sindicalista había montado «una madeja» para ir en busca de algo distinto de lo que él nombraba como «la ley del bocadillo». No pocas veces, una falsedad bien argumentada y atractiva, superará la verdad sin atractivo y sosa que la hace rechazable. Algunos políticos lo saben y manejan el «usillo de liar madejas» de forma magistral. Winston Churchill decía que el buen político debe de ser capaz de predecir lo que va a pasar mañana, el próximo mes o el próximo año que viene, y explicar después por qué no ha ocurrido. Con la venia, señor Churchill, no creo que esa facultad es la que adorna a un buen político, pero sí que es la que le permitirá seguir calentando la poltrona.

Convendría que nuestros políticos se acostumbraran a respetar en su oratoria, la figura señera de lo que la democracia significa, saber además que tiene dos vertientes diferenciadoras, cual son poder decir lo que uno considera oportuno, pero también tener que escuchar lo que no nos gusta oír. Esa es la gran aportación que la democracia le hace al parlamentario sin necesidad de inventarse «la ley del bocadillo». El parlamento oral de algunos políticos y políticas, se asemeja mucho a lo de la «tía Gavina que no sabe si mea o se orina». Cuidado con aquel político de oratoria vulgar que quiere pasar por documentado cuando no es más que un ignorante, un iletrado que se cree que su salvación para seguir calentando la poltrona consiste en hablar, aunque en puridad no tenga nada que decir, y aun cree el insensato, que va mejor si lo adorna con un chascarrillo que ha escuchado a otro en televisión. En estos casos lo que sucede, es que acaba por subirse tanto a la parra, que milagro será que no acabe por pillar una cirrosis en el mismo lugar donde un paisano coge un dolor de cabeza, y los gelocatiles para aliviar una pesada e insulsa oratoria, la farmacopea aún no los ha puesto a la venta.

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Si el político  no es de verbo fácil y lúcido, que viene a ser cuando no somos capaces de mejorar la belleza de los silencios, lo aconsejable es no hablar o hablar poco, medir las intervenciones y dedicarse a la buena gestión que en puridad es lo más valioso que un político puede tener.    No debería olvidar el político lo que dice mi amigo l’amo «si no hay mata no hay patata» o más en Román paladino «lo que naturaleza no da Salamanca no lo presta».

Cuantos políticos andan por ahí huérfanos de la menor cualidad exigible a la hora de estar capacitados para arreglar los problemas del ciudadano. Así, el sufrido votante, descubre más pronto que tarde, que el político al que dio su voto, está completamente desnortado.