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La democracia, como casi todo, se puede entender de diversas maneras. La Alemania oriental (la del muro) se llamaba República Democrática Alemana. También Corea del Norte se conoce a sí misma como República Popular Democrática. España se proclama, en principio con criterios menos cínicos, una democracia plena.

En fin, la primera definición que encuentro en Google (por no retroceder hasta Pericles) reza: «sistema político que defiende la soberanía del pueblo y el derecho de éste de elegir y controlar a sus gobernantes».

Vayamos por partes. No es exacto que yo pueda «elegir» a mis gobernantes. Se ajusta más a la realidad el hecho de que cada cuatro años puedo optar por meter la papeleta de un partido en una urna. El partido selecciona a unos cuantos sujetos para que vayan en un orden determinado en dicho inventario. Desde el minuto uno por tanto, estos elegidos no tienen en mente la idea de rendirme cuentas a mi, sino a quien les colocó en la lista, no vaya a ser que discrepancias con la cúpula del partido les eliminen de la foto, por listillos. Parece ser que la soberanía se ha desplazado en este primer embate de la realidad desde «el pueblo» a «el partido». Con este sistema vigente no veo muy claro cómo puede entonces el pueblo «controlar» a sus gobernantes. Desde el parlamento lo dudo. Los parlamentarios, desde el momento que aceptan el escaño dependen del partido, no del pueblo. Existe la disciplina de voto, y se practica con veneración. Yo (el pueblo) no voy a tener manera de reprobar al parlamentario cuando vote cosas distintas a las que prometió votar antes de que yo metiera la papeleta en la urna. Yo (el pueblo soberano) no podré evitar que mi voto sirva para formar coaliciones que específicamente se hubieran jurado evitar. Estoy condenado en definitiva a comerme con patatas lo que decidan hacer con mi voto quienes pueden usarlo a su antojo durante cuatro años, una vez que he mordido el anzuelo.
Quizás pueda entonces el Poder Judicial ayudarme a garantizar mi derecho a «controlar» a mis gobernantes. Para dar respuesta a esta interesante cuestión acudamos a la jurisprudencia de los hechos consumados: «Vamos a ver, ¿quién elige al giscal general?», preguntaba el amado (y admirado en Europa, supongo que por su perfil de hombre firme a unos principios y confiable prometedor) Pedro Sánchez. Él mismo se respondía con gracejo tras una pausa socarrona y un guiño a cámara: «pues eso».

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En efecto, pues eso.

La situación resultante de este estado de cosas es la que sigue: una vez que has tragado el cebo de las promesas electorales y se ha hecho el recuento de votos, los líderes de los partidos se pueden reunir para establecer pactos (muchas veces chanchullos, trueques, malabarismos varios) para hacer lo contrario de lo que habían dicho que harían mientras se te queda cara de canelo, sin mecanismos (excepto el pataleo) para exigir coherencia y respeto.
En muchos casos los así engañados, en vez de cabrearse defienden con uñas y dientes a quienes se burlaron de ellos, ya que los «otros» son unos fachas, por ejemplo. ¿Argumentos?: con las consignas podría valer, ya que reconocer que te han puesto los cuernos supone peor trago que hacerse el loco.

El «pueblo», contrariamente a sus gobernantes, sí está obligado a cumplir los contratos que firma. El cumplimiento de la ley pende del fiscal, y éste de quien lo nombra. Sucede entonces que si yo, «el pueblo soberano», la cago, la pago. Si los gobernantes la cagan (y lo hacen al menos con tanta frecuencia e intensidad como nosotros) lo pagará igualmente «el pueblo soberano», soportando leyes mal paridas o injustas, financiando con sus impuestos dispendios inútiles (cuando no fraudulentos) de los que nadie se hace cargo (onerosas chapuzas del tipo Cesgardenes, trenes que no caben en los túneles, injustificables subvenciones a medida del cliente. etc).

Permítanme señalar que no pretendo cargar las tintas sobre los beneficiarios de este estado de cosas (los políticos): ellos se buscan la vida, como todos hacemos, sino sobre los crédulos que dan palmas con las orejas mientras pagan y tragan saliva.