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«¿Qué hay más grande que tener a alguien con quien te atrevas a hablar como contigo mismo?»

 Cicerón

   

Estimado amigo:                                                             

Hemos compartido una pasión: nuestro amor por las palabras. Las hemos usado, mimado, conservado, idolatrado… De ellas y por ellas hemos vivido. Algunas, incluso (como en mi caso los verbos ‘pulular’ e ‘iterar’) se han convertido en parásitos seductores, en extremidades invisibles e impensables de nuestros propios «yo». Nos hemos dejado seducir por la belleza de algunas (traspuesto, alhelí, jazmín…), aunque todas nos han resultado útiles para expresar desde lo más inane hasta lo más profundo. Mudadas, frecuentemente, en espejo, en evidencia, nos han mostrado, incluso, ante el mundo, tal y como éramos… Apretujadas en los libros, bien avenidas, nos han hecho sentir, reír, reflexionar, mejorar y vivir esas mil vidas que nos fueron negadas por la precariedad de una sola. Hoy escojo una de ellas, la que pronuncié cuando el sábado pasado hablamos telefónicamente: agridulce. Ese es el sentimiento que preside estas líneas y anida en el alma de quien las escribe. Dulzura, porque la alegría y el gozo del compadre son, a la vez, alegría y gozo propios. Y sabor agrio porque estoy plenamente convencido de que «Es Diari» pierde, con tu jubilación, a un importantísimo puntal y sus lectores a un articulista/periodista de primera división (¿Del Burgos o del Madrid?).

Como sabes, este país tiene (ha tenido y –temes– tendrá) mucho de cainita. Proclamamos en voz alta y a los cuatro vientos los defectos ajenos (que no los propios), pero rara vez vociferamos los méritos. Por eso hoy quiero quebrar esa norma injusta para expresar algunas cosas que no te son ajenas…

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En primer lugar, gracias, Juan Carlos, por lo mucho que, profesionalmente, he aprendido de ti. Tu conocimiento y dominio de la lengua castellana son ejemplares y ejemplarizantes. Recuerdo cuando, en cierta ocasión, y comentando un texto de nuestro común amigo Delibes, me corregiste con la amabilidad y elegancia que te caracterizan. Había escrito «pelar la hebra» y tú me indicaste que no era «pelar», sino «pegar la hebra», explicándome pormenorizadamente luego el sentido alegórico de la expresión: esa conversación pausada que la gente se echa mientras lía un cigarrillo. ¡Ojalá lo hiciéramos con asiduidad, Juan Carlos, en este país! «Pegar la hebra» exige tiempo, paciencia y argumentación. Ese tiempo que mitigaría nuestras visceralidades, nos asedaría y nos permitiría entendernos de una puñetera vez.

Y gracias, ¿cómo no?, por haberte convertido en uno de los primeros lectores de «Los cadáveres equivocados». La lectura que hiciste de mi novela fue vocacional y profesional, a partes iguales. Una lectura realizada desde la estima. Tus acotaciones, tus observaciones (brillantes en todo momento), mejoraron el texto de manera sustancial. Al igual que las que me formuló un rico plantel de buenos amigos: Josep Bagur, J.J.Pons Fraga, Lina Massanet y Llorenç Pons. Puede que hubiera cadáveres equivocados, pero no así correctores equivocados. Gracias a ti –itero el término– aprendí que cualquier obra precisa de una revisión externa. Gracias, también, por los comentarios que, en un sentido u otro, me hiciste sobre mis artículos y que eran guía, faro y luz para los siguientes…

Y gracias, sí, gracias, una y otra vez, por tu expresa y constante preocupación por mi estado de salud, por esos cafés periódicos en los que, aun sin fumar, pegábamos, efectivamente, la hebra, por tu amistad incuestionable, por la valentía de tus artículos y por la belleza lingüística que los envolvía…

Como comentamos recientemente, el pasado deja de existir y el futuro no está todavía escrito. Solo contamos con el presente. Te deseo una larga sucesión de ellos y que los vivas desde el estoicismo que te guía, pero también con la pasión del carpe diem.

Un fuerte, agradecido y sentido abrazo, Juan Carlos… A ti, a un prodigio de inteligencia y humanidad llamado Sara y a toda tu familia, a la que, como sabes, tanto quiero…

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P.S.- Recuerdos del comisario Montes, de Montse, de Alfredo, de toda la pandilla. Y, naturalmente, de un niño llamado    Antonio…