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Cuando rememoro a Yolanda contándonos en su enternecedor tono «repaso» de jardín de infancia aquel planazo que tenían los ricos de escaparse en cohete (solo dios sabe a dónde), no me queda otra que concluir que piensa que soy subnormal. Eso no es grave, pues no confío en que el sencillo algoritmo (sumar) que utiliza esta aseada criatura sea muy sólido, pero sí me alarma en cambio que la inteligencia artificial haya llegado a la misma conclusión que Yoli sobre mis capacidades cognitivas. Cuando clico Google, los algoritmos hacen que en mi móvil aparezcan cosas tipo: «el milagroso alimento que te hará perder veinte kilos en seis días sin bajarte del sofá» o «la ciencia desvela por fin el secreto de la existencia del universo y el sentido de la vida». Toda vez que estos mensajes están personalizados por la IA, no puedo sino concluir que a los algoritmos también les parezco subnormal.

ADEMÁS, otros muchos políticos (no solo Yolanda) y gran número de comunicadores oficiales están convencidos de mi estulticia; solo así se explica su comportamiento (no quiero abundar en la bruma de falacia y engaño que envuelve esos ecosistemas; ya es sabido de todos ustedes, a menos que se vengan haciendo los suecos de oficio). Todos apuntan entonces a la misma dirección. ¿Seré bobo?

De momento hay muchas cosas que no comprendo. Lo de Ucrania por ejemplo. Imaginemos que un amigo mete un palito en un avispero, lo remueve y nos anima a quedarnos a observar qué sucede. Las avispas salen y nos pican mientras nuestro amigo se retira disimuladamente a su departamento de ventas y nos coloca sus recursos paliativos a precio de oro. ¿No parece esto bastante bobo también?

Alguien nos ha vendido (a Europa me refiero) una moto averiada y peligrosa. De entre todos nuestros expertos europeos -la mayoría no elegidos en ninguna urna-   no ha habido uno solo que haya pensado en examinar otras motos alternativas, no tan peligrosas, no tan averiadas.

Ahora corremos el riesgo de acabar en una trinchera mientras la economía va como un tiro (en los pies), por no haberle ofrecido a tiempo al primo de zumosol la opción de que se metiera el palito por el orto.

Abro paréntesis abandonando el tono festivo: en este monumental desastre, quienes pagan un precio mayor son los ucranianos que mueren por culpa de capullos que tiran los dados en sus despachos jaleados por sanguijuelas.

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EL OTRO DÍA ESCUCHÉ a un economista decir que si España no se hubiera malquistado con Argelia estaríamos vendiendo gas a toda Europa. Yo no entiendo nada de economía (soy hostelero; autónomo para más INRI), pero si este hombre estuviera en lo cierto (y parece razonable por el tema de las plantas regasificadoras y otros detalles que ofrecía) alguno de nuestros expertos (esta vez elegido en las urnas) la habría cagado bien cagada. En este caso, nosotros pagaremos su grave error en nuestras carnes. Nos pican las avispas por fuera y nos infectan con la solitaria por dentro (sus gusanos devoran nuestros nutrientes). Esto también parece de tontos. No me lo nieguen.

Acaba de aflorar el enésimo caso de corrupción. Se repite en esta ocasión el esquema casposo que recuerda al Roldán en calzoncillos. Los ha habido con personajes menos chuscos pero igualmente viles. ¿Alguno de ustedes cree de veras que acabarán pagando todos los que están en el ajo?

Habrá ventiladores, habrá moviditas de la fiscalía, habrá cortafuegos, se dirán más mentiras, pero no se llegará al fondo ni pagarán todos los culpables (como en la Gurtel, los ERES, Pujoles etc etc etc).

Mi hipótesis: aquí no soy yo el único subnormal. Todo un pueblo que no solo traga, sino que aplaude cuando le toman el pelo si lo hacen los de su banderín está condenado a que le roben, no ya su dinero, sino su libertad y su dignidad.

Sin bando de los buenos, tengo la desagradable sensación que deberemos elegir entre el Chapo y Escobar. La descorazonadora sensación de que, en breve, las leyes no defenderán ni siquiera nuestra libertad de opinión. Los macarras del patio se han hecho definitivamente con los mandos y harán con nosotros lo que se les antoje.

Conste mi desazón.