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Aunque a veces elogiamos, lo que todos hacemos de manera asidua es criticar. Es más fácil criticar a los demás que hacer autocrítica. No nos quitaremos esa costumbre ni siquiera a las puertas de la Tercera (y última) Guerra Mundial. Los motivos son variados. No todos criticamos con la misma frecuencia ni criticamos lo mismo. Hay profesionales, como los críticos de cine o de arte, que son necesarios. Pero los aficionados son terribles, porque incluso critican sin conocimiento de causa o sin venir a cuento. Les suele servir para llenar su vacío interior o como válvula de escape a su resentimiento.

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También hay fijaciones. Hay quien coge una perra con algo o alguien y no hay manera de que suelte el hueso. Es más frecuente criticar al vecino que a alguien lejano, aunque nadie está exento de crítica o censura. No es por criticar a nadie, pero algunos demuestran su mala baba a través de críticas furibundas, sin aportar argumentos ni alternativas convincentes. Así solo consiguen desahogarse o sentirse mejores delante del prójimo. «Guardaos, pues, de murmuraciones inútiles y absteneos de la maledicencia» (Sabiduría, 1:11).

Obsesionarse con algo como representación del mal siempre ha ocurrido: el sistema capitalista, el Rey, Isabel Díaz Ayuso con su mayoría absoluta en Madrid, los inmigrantes… A mí me pasa con Pedro Sánchez. No lo puedo evitar. Y eso que para sus seguidores, es el único que nos salva de la ultraderecha.