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Sentarse a resumir todo lo vivido a lo largo de las 41 horas y 27 minutos que tardé en recorrer los 185 kilómetros es injusto. Este artículo lo debería escribir Tere y Alfonso, Mateo, Jordi, Iker, Víctor, Mito, Pepe, Raúl, Dani, Lluís, Fer, Álex o Clara, entre otros, personas con las que compartí en algún momento la carrera. Porque todos hemos aprendido algo de la Trail Camí de Cavalls, más allá de machacarnos de una u otra forma el cuerpo. Yo, por ejemplo, he rozado el límite entre lo sano y lo insano, aunque tenga un gemelo como un globo hinchado a punto de reventar, he hecho nuevos amigos y otros han cambiado su condición para pasar a ser como hermanos. Ha sido muy duro, más de lo que pueda imaginar, explicar o transmitir, pero, aunque parezca insólito, lo peor de todo es que la carrera haya acabado y nos toque esperar 363 días para volver a empezar. Somos así.

El 'runner' no tiene un motivo para correr, simplemente lo hace porque el cuerpo se lo pide o porque sencillamente cree que es lo correcto. Un kilómetro, diez, 50, 100 o 185. Solamente entiende la vida paso a paso, sin plantearse la retirada si antes no ha dado todo lo que llevaba dentro y, por supuesto, sin mirar atrás. Dicen los que saben que es en los entrenamientos donde se sufre, que el día de la carrera se trata simplemente de disfrutar.

Disfrutar sufriendo, claro. Los primeros 42 kilómetros, hasta llegar a Binimel·là, pasaron más rápido de lo que jamás habría imaginado. No porque el ritmo fuera veloz sino porque cubrimos el tramo más exigente con el mínimo desgaste físico y psicológico. Correr largas distancias te exige una buena preparación de cuerpo pero, sobre todo, de mente, mientras aprendes a tolerar el dolor transformándolo en amigo cuando consideras que es el enemigo público número uno.

En este primer tramo, Tere y Alfonso, un matrimonio tremendamente simpático, me enseñaron que cualquier contratiempo no se supera solo, sino con el apoyo y la mano amiga de aquella persona en la que confías ciegamente. Ella tuvo un bajón, él no la dejó en ningún momento mientras la animaba a seguir luchando. Los dos llegaron a meta envidiablemente horas más tarde.

Cuando ya has recorrido un cuarto de vuelta sientes que has hecho mucho pero que te queda un mundo por delante y no tienes más remedio que seguir corriendo porque lo mejor de todo es que cada paso que das es uno menos que te queda para llegar a la meta, por pequeño que sea. Así se fue sucediendo Addaia, Favàritx, Es Grao y Sa Mesquida, hasta llegar a las 2 de la mañana a Maó. O lo que es lo mismo, a la hora que la mayoría de personas se tomarían un cubata en lugar de llevar 100 kilómetros de carrera. Las caras en la zona mahonesa de ocio nocturno mientras pasaban personas vestidas de una forma extraña y con el rostro desencajado eran, cuanto menos, divertidas.

En Es Castell, cubrimos el kilómetro 99. No pensamos en descansar sino en cambiarnos la camiseta, comer un poco, tratarnos las llagas y las heridas de los pies y seguir en camino. La vida se ve de otra forma después de dos platos de espaguetis con carne picada y tres chocolatinas. ¿Dormir? Es de cobardes, así que ni nos lo planteamos. Y menos cuando apareció, hacia las 4 de la madrugada, un viento infernal del sur y una lluvia fina pero pesada y constante. Las condiciones no eran las mejores para cubrir el tramo entre Es Castell y Cala en Porter, sobre todo en Punta Prima cuando Eolo tocaba las narices con rachas ladeadas en un camino asfaltado y muy aburrido. Iker, un vasco de los de buena cepa, se convirtió entonces en mi más mejor amigo.

Con la ropa mojada las irritaciones fueron cuestión de tiempo, igual que los cortes en los pies por culpa de llevar los calcetines empapados. Por consiguiente, y tras más de 130 kilómetros, la moral estaba más allá del suelo. Entonces renuncié, como hicieron muchos antes y después. "Estás jodido, chaval", pensé pero cuando el personal sanitario me preguntó si estaba seguro, vacilé y le eché el valor o la inconsciencia necesaria para recorrer 55 kilómetros cojo y con los pies heridos. Estaba en el pozo y pensé que peor no podía ir. Levanté el vuelo y, sencillamente, volé. Gracias también a un cable de Lluís y Clara, que sin su apoyo no lo hubiera logrado. Así mismo ayudaron los 200 mensajes de ánimo que me iban llegando a través de las redes sociales. Ya llevábamos 28 horas de carrera pero no notaba que estuviera caminando solo.

Regresé a la ruta enfadado conmigo mismo, con el tiempo, con la organización, con la ropa, con el Camí de Cavalls, con todo. De hecho, maldecí a todos a viva voz en lo alto del barranco de Cala en Porter. Menos mal que no había eco aunque seguro que a más de uno le pitaron los oídos. Reencontrarme con Iker en Son Bou me dio media vida y calmó los dolores del gemelo y de los dedos de los pies.

La motivación se fue al traste a mitad de camino entre Santo Tomás y Cala Galdana. Los dos empezamos a tener alucinaciones. Él estaba convencido que alguien lo iba a matar si dejaba de correr mientras a mí se me apareció Tito Vilanova hablándome de cómo iba a jugar el Barça el año siguiente, además de una rubia sentada en un árbol y una incordiante voz femenina que me animaba a abandonar y volver atrás. Puede que cueste creerlo pero es lo que realmente nos pasó mientras lucía un sol endiablado que nos destempló y estábamos más cerca de plegar el chiringuito que de llegar hasta el final.

Afortunadamente, las alucinaciones por muy reales que parezcan no asesinan, al menos no en serie. Llegar a Cala Galdana, recargar líquidos y alimentos y pensar que estábamos a 33 kilómetros de meta supuso una bocanada de aire fresco, lo mejor que nos había pasado en todo el día, aunque las predicciones desvelaban que a ese ritmo íbamos a llegar de madrugada. Un inconveniente más para el montón de problemas que llevábamos encima.

Cala Macarella, Cala Turqueta y las demás playas hasta Son Saura fueron pasando sin más, como quien tacha la lista de la compra aunque después de haber hecho 160 kilómetros, claro. La noticia de que Dani Coll había ganado y la llamada de Raúl Riudavets advirtiéndome que me esperaría en la meta fueron como un cálido abrazo. Quedaban cinco horas y no importaba cómo, íbamos a llegar.

El camino hasta Cap d'Artrutx se hizo eterno por el empedrado. El cansancio y las heridas hacían que cada pisada fuera como una desagradable puñalada que te encoge el alma y de la que no puedes culpar a nadie. Otro paso más. Y otro. Un viento furioso nos recibió en el faro, último avituallamiento previo a la meta y donde el inmenso Mia Carol se había visto forzado a renunciar cuando iba con tres horas de ventaja con respecto al segundo. Entre escalofríos y temblores devoramos un tupper de pasta y enfilamos los 12 kilómetros más largos de nuestra vida.

Sin ganas ni fuerza para correr, únicamente nos guiábamos por unas luces lejanas que parecía como si nos esquivasen pícaramente. Las rocas del suelo, caprichosas, obligaban a estar atento a cada zancada porque el margen de error era mínimo y la 'hostia' podía ser considerable.

Llegamos a la civilización abatidos porque quedaban cuatro kilómetros por las calles y entonces la rodilla se marchó con otro. Me dejó tirado y el dolor, soportable hasta entonces, se volvió desagradable. Pedí a Iker que siguiera sin mí porque hacía mucho frío. A 1.000 metros de meta estaba decidido a abandonar porque no podía hacer más. Entonces aparecieron de la nada Raúl Riudavets y Pepe Garriga para apoyarme en ese último tramo y me encontraron llorando de rabia, dolor e impotencia. Me avergonzaba que me vieran así y entonces las lágrimas también fueron de vergüenza. Sus palabras me insuflaron la energía suficiente para enlazar pasos a la deriva por las calles ciutadellenques hasta una meta en la que me derrumbé. En realidad no recuerdo mucho más allá del sincero abrazo que les regalé a mis ángeles de la guarda. ¿Exagero? Tardé 30 minutos en hacer un kilómetro. Pero al poner un pie en la meta y oír el pitido del chip que confirmaba mi llegada recordé por qué corremos.

Un corredor, como cualquier persona, debe crecerse ante las adversidades de la vida. No hace falta recorrer 185 kilómetros para que uno saque lo mejor de si mismo, basta con plantarle cara a los problemas con el optimismo de aquel que cree, por encima de todo, en la victoria. O como dijo el entrenador Flowers "No importa como vayan las cosas, mi corazón y mi mente cargarán con mis piernas cuando éstas ya no puedan más".