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Malas noticias para los admiradores de Winston Churchill. Según cuenta el suplemento literario del "Times" de Londres, el señor Richard M. Langworth, historiador y especialista en coches antiguos, acaba de publicar un "Churchill en sus propias palabras", que derriba uno de nuestros mitos más queridos: el duelo verbal de Blenheim. Cuenta la leyenda que una noche de 1912 cenaba Winston Churchill con la brillante lady Astor y que ésta se sintió molesta por alguna afirmación ligeramente maliciosa del político:

- "Winston, si yo fuera su mujer le echaría veneno en el café".

- "Señora, si yo fuera su marido me lo bebería".

Los churchilianos sabíamos que esta anécdota era dudosa, pero nos aferrábamos al testimonio de lady Marlborough, propietaria del palacio de Blenheim, que aseguraba haber asistido a la cena y haber sido testigo del chispeante diálogo.

En realidad no fue así. El señor Langworth ha encontrado el origen de la anécdota y ya no da pie a ningún tipo de duda. El ingenioso diálogo es apócrifo. Había sido publicado el 3 de enero de 1910 por el diario "Chicago Tribune" y nada tenía que ver con Winston Churchill.

Algo semejante ocurrió hace unos años con la más famosa de todas las frases atribuidas a Churchill: "sangre, sudor y lágrimas".

En los primeros meses de la Segunda Guerra Mundial el ejército alemán había ocupado Polonia, Dinamarca y Noruega y avanzaba implacable por las llanuras del norte de Europa. Como arrastradas por un vendaval cayeron en pocos días Bélgica, Holanda y Francia. Gran Bretaña vivía un momento de extremo peligro y Churchill, que había defendido sin vacilación la necesidad de luchar contra Hitler, fue nombrado primer ministro. El lunes 13 de mayo de 1940 compareció ante el Parlamento con una declaración sobre el nuevo gobierno y los objetivos de su política. Gran Bretaña se enfrentaba a "una monstruosa tiranía no igualada en los anales del crimen" y tenía ante sí "muchos largos meses de lucha y sufrimiento".

La declaración es un texto breve, de apenas un folio, pero de una intensidad memorable que alcanza su cima en la frase "No tengo nada que ofrecer excepto sangre, trabajo duro, lágrimas y sudor". Lo de menos es que la frase se cite equivocadamente como "sangre, sudor y lágrimas". Lo malo es que no es propiamente suya, sino de Giuseppe Garibaldi, el belicoso liberador de Nápoles y Sicilia en las guerras de la unificación italiana. La pronunció casi cien años antes, tal vez en una arenga a sus camisas rojas: "No ofrezco paga, tregua ni provisiones; ofrezco hambre, sed, marchas forzadas, batallas y muerte".

Original o adaptada, no importa demasiado; la sensacional retórica movilizadora de Winston Churchill, su capacidad para inspirar a sus conciudadanos en los días dramáticos de la guerra es innegable. Lo que cuestiona el señor Langworth es la atribución a Churchill de una serie de frases ingeniosas, incluida su escaramuza verbal con Lady Astor.

Y sin embargo Mr. Churchill era muy ingenioso, le encantaban las frases agudas y apenas podía contenerse cuando se le ocurría algo ameno y divertido. Quizá por eso se le han atribuido tantas sin fundamento, algo parecido a lo que ocurre entre nosotros con Quevedo.

Esta es una de las más discutibles.

El gran autor teatral George Bernard Shaw le invita por telegrama al estreno de una obra:

- "Reservadas dos entradas para la primera noche de Pigmalión. Ven con un amigo, si te queda alguno".

- "Imposible la primera noche. Iré la segunda, si la obra dura tanto en cartel".

A veces, cuando se escribe en inglés sobre el ingenio de Mr. Churchill se utiliza el término "malvado". No es adecuado y más bien se emplea porque la aliteración, la repetición del fonema "W", crea un juego de palabras atractivo: "The Wicked Wit of Winston Churchill": el malvado ingenio de Winston Churchill. Cierto que a veces podía parecerlo, como en la referencia a Arthur Balfour, un político conservador que fue primer ministro a comienzos del siglo XX: "Si quieres que no se haga nada, la persona más adecuada para el trabajo es Balfour". Pero el ingenio de Churchill era más bien travieso y juguetón, vivaz y pícaro, con un punto de pillería infantil, según cuentan quienes lo conocieron y leemos en sus biografías. Ligeramente malicioso quizá, pero no malvado.

En todo caso, la decadencia de la frase ingeniosa en la política es indudable. Parece simple pirotecnia verbal que a veces oculta la falta de precisión en los análisis o de propuestas sugerentes. Sobrevive quizá en Inglaterra, protegida y alentada por una cultura que valora mucho el humor: es casi imposible escuchar una intervención pública -una conferencia, un brindis, unas palabras de bienvenida- que no empiece con alguna anécdota divertida o una ocurrencia ingeniosa.

Incluso se podría especular con que algunas características de la política británica favorecen el ingenio. Para ser elegido hay que ganarse a los votantes uno a uno y se depende de ellos, no de la benevolencia de la cúpula del partido. Para permanecer en el cargo se necesita el apoyo del distrito, no basta con la bendición de los jerarcas. Para defender a los electores hay que intervenir personalmente en el Parlamento y no limitarse a estar sentado, escuchar y votar cuando el jefe de filas lo ordena. En fin, para tener éxito se necesita saber, sensibilidad, habilidad y dar en el blanco. Pero la capacidad de decir algo divertido ayuda porque muestra cierta rapidez mental y sugiere inteligencia.

Es cierto que el ingenio no se cita entre las cualidades que según Mr. Churchill definen a un político. Él lo veía de otra manera. Un político es alguien que tiene "la capacidad de predecir lo que va a pasar mañana, la próxima semana, el mes próximo y el año que viene. Y que tiene la habilidad de explicar después por qué no ocurrió". Pero habría que preguntarle al señor Langworth si la cita anterior es genuina, cierta o solo atribuida.

Me dirán que no están los tiempos para frases ingeniosas y es una muestra de hasta dónde hemos caído que si un político se atreviera con alguna nos parecería inaceptable. Estoy de acuerdo. Pero permitan que recordemos épocas menos inciertas y que celebremos el ingenio de Mister Churchill, aunque no dijera aquello tan agudo la noche que cenó en Blenheim con Lady Astor.