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Empiezo a pensar si no me convendría dejar de prestar atención a los avatares por los que atraviesa nuestro país. La actualidad no está sentando nada bien a mis niveles de dopamina y serotonina que comienzan a generar sequedad en grupos enteros de sinapsis, especialmente en aquellas áreas que se ocupan de la paz de espíritu y el buen rollete.

De niño intentaron inculcarme la idea de que España era básicamente una nación cojonuda. Supongo que la consigna coló durante un periodo que en cualquier caso no sobrepasó la adolescencia. Como nos ocurrió a tantos, comprendí enseguida, al ir contrastando mi naciente criterio con la versión oficial, que la cosa no estaba tan clara; me empezaba a oler que ni Franco era el personaje que un país necesita para sentirse envidiable ni su régimen representaba el ideal que un individuo sueña para desarrollar su individualidad libremente.

Aceptemos que posteriormente, durante la transición, podría flotar en el aire la sensación de que España al fin y al cabo molaba. A nuestro desparpajo natural se añadía ahora la democracia. Pero no comprendo bien lo que ha sucedido en el ínterin. Llegados a nuestros días, lo que fue una flamante democracia se ha impregnado de desechos en adherencia estable hasta convertirse en una democracia basura. O si no díganme si no podemos considerar una auténtica basura el inmenso morrazo que delata el hecho de que todos y cada uno de los presidentes del gobierno que se han sucedido desde entonces hayan mantenido a la chita callando el anacrónico privilegio de indultar a quien les plazca, sin necesitar dar explicaciones a nadie. Y que lo hayan ejercido hasta la saciedad.

Tienen estos la enorme jeta de justificar el actual mecanismo opaco del indulto en la circunstancia de que ya existía cuando ellos llegaron. Menos mal que cuando accedieron al poder ya había sido desactivado el derecho de pernada porque si así no hubiera sido, den por seguro que aún se beneficiarían a nuestras parientas, ahora incluso a nuestros cuñados, una vez desaparecido el tabú.

Recientemente, y a raíz del caso de los mossos de escuadra torturadores, los jueces han reaccionado por fin para quejarse tímidamente, pero es que resulta que con anterioridad, los personajes indultados se cuentan por miles. Han sido beneficiarios de los mismos, junto a casos justificables, muchos otros de difícil justificación: desde jueces prevaricadores hasta banqueros estafadores pasando por alcaldes y concejales corruptos y aquí no ha pasado nada. Convivimos tranquilamente con la idea de que a pesar de que se acaba metiendo en la trena escasamente a uno de cada cuarenta corruptos y timadores a gran escala , puede suceder (y sucede) que el consejo de ministros graciosamente, sin explicaciones ni rubor, le quite el marrón al único que iba a pagar su delito. ¿Quién puede asegurarnos que el próximo indultado no será Matas, Urdangarín (si le llegan a condenar) o Díaz Ferran; solo depende de la arbitraria voluntad del gobierno. En definitiva, los poderosos, al contrario que los pringados, enredan y alargan indefinidamente sus procesos, en algunos casos hasta que los delitos prescriben; obtienen beneficios extraños (Correa está en la calle); acaecen en sus causas toda suerte de errores que invalidan pruebas; y si después de todas las facilidades aún así tienen la mala pata de caer en el talego, gozan del último e infalible cartucho: el indulto.

¿Es el indulto así entendido un acto democrático o es una mierda pinchada en un palo? ¿Cómo es posible que ninguno de los gobiernos haya acabado con este privilegio injusto y medieval? Y lo que es más terrible ¿Cómo no nos hemos movilizado los gobernados para denunciar tamaño descaro? ¿Cómo tragamos con una cosa así?

La respuesta puede que tenga que ver con nuestra falta de poder. Nuestro único recurso radica actualmente (más allá de protestar en las calles sin efectos dramáticos por el momento) en hacer valer nuestra doble calidad de consumidores y votantes. En cuanto a consumidores podríamos ejercer presión negando selectivamente el consumo de bienes ofertados por quienes nos engañan. Esta fórmula sería efectiva únicamente si fuera coordinada y seguida masivamente. No es fácil, aunque tampoco imposible. En cuanto a votantes, la solución sería la misma: negar selectivamente el voto a quien nos engaña. El problema en este caso es que nos engañan todos. Solución: listas abiertas donde podamos votar a individuos, no a partidos, personas a quienes podamos exigir claridad en sus planteamientos y responsabilidad sobre su quehacer. Para esto se necesita lamentablemente la voluntad de los propios afectados, que por el momento nos obsequian poniendo cara de póquer. La tenemos clara.