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La Dirección General de Tráfico quiere que todos los ciclistas usen el casco en los trayectos urbanos, es decir, para ir a comprar el pan o el periódico, bajo amenaza de multa. La medida no ha gustado a todo el mundo, y vuelve a reabrir el debate sobre si la administración pública se pasa de frenada o no a la hora de velar por la buena salud de sus ciudadanos. El caso de la bicicleta es sintomático de cómo se ha incrementado, hasta límites excesivos, el celo por la seguridad física. Quien escribe esta columna se pasaba horas sobre la bicicleta sin protección alguna cuando era un imberbe, y ahora hasta los niños que van con ruedecitas laterales por el parque llevan el casco, una medida hiperbólica por parte de padres temerosos. Les confieso que cuando uno de mis hijos se niega a ponerse el casco a la hora dar un sosegado garbeo en bici, no sé oponerme a su postura. No veo un riesgo real. El símil con las motocicletas o con el cinturón de los coches no es válido. El nivel de incidencia de las desgracias es mucho menor si se prescinde del motor, por eso de la velocidad. Es de sentido común. Si obligan a que el ciclista se ponga el casco, ¿por qué no obligarle a que se ponga además rodilleras? ¿Debe también el peatón ponerse casco por si es arrollado por un patinete? Y hablando de patinetes, ¿merecen también la obligación del casco? La administración, en algunos casos, debe limitarse a aconsejar, informar, asesorar, e incluso hacerlo sin llegar a caer en tutelas esperpénticas que proliferaban cuando no había crisis y los consellers que se aburrían se dedicaban a editar folletos de todo tipo. Porque igual pronto nos pondrán multas por comer demasiado picante por la noche o por tirarnos a la piscina sin respetar las dos horas postcomida... O sin llevar el correspondiente chaleco salvavidas, claro está.