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Daniel Barenboim, músico y director de orquesta, ofreció la semana pasada dos conciertos en Sevilla de su Orquesta del Diván, formada por músicos de Israel, palestinos y árabes. Es uno de esos personajes que rompen con el aburrimiento de un poder enquistado. No solo porque dice lo que piensa, sino porque hace lo que siente. Seguramente -es una impresión no contrastada- disfruta de un timón libre para gobernar el rumbo de su vida porque no se siente atado a una nacionalidad. Eso no significa que no sienta todas las que ha vivido, sus raíces argentinas, su sangre judía, la procedencia familiar de Rusia, su primera mujer británica, su carné de identidad español, la ciudadanía palestina. Fue capaz de interpretar una pieza de Wagner en Israel, a pesar de la protesta de víctimas del holocausto. Su defensa de la libertad y de la reconciliación nunca ha sido cómoda ni para él ni para los demás. Y a pesar de ello, persiste en su intento de unir a las personas como la mejor fórmula para dejar de dividir a los pueblos. Es el mismo músico, que este mes de agosto declara que prefiere más irse a la playa que ofrecer un concierto en la Maestranza. La autenticidad se mide sobre todo en las cosas pequeñas, más que en los grandes discursos.

El trabajo anti-división es digno de merecer el apoyo social más amplio. Ya sin asignaturas de convivencia, cavando trincheras en los centros escolares para resistir ataques del enemigo legislador, convendría un poco de música, las notas de Barenboim, para educar en las cosas buenas de la vida, las que vale la pena preservar de la tempestad.

Una orquesta necesita un director y músicos, pero para que suene hace falta coordinación, ir a una y no cada uno por su lado.