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Pocos acontecimientos en mi vida, abstracción hecha de los personales y familiares, me han emocionado más intensamente que la primera vez que acudí a votar. Debía de tener veintisiete o veintiocho años y creí que con aquel acto, tan banal en mi admirada Europa y tan insólito en España, se ponía fin a los interminables años de la caspa nacional-católica. En mi cósmica ingenuidad pensé que se estaba instaurando un sistema político laico como en Francia, social como un país nórdico, eficiente como Alemania y en el que también se resolvería su peculiaridad territorial: el encaje democrático de Cataluña y Euskadi en una España plurinacional…

Tan obvios y universales me parecían aquellos planteamientos que, en mi alucinado optimismo, me costó trabajo comprender que había gente que no pensaba comprobar que la laicidad no llegaba y que, lejos de solucionarse el tema plurinacional se enconaba por momentos, hasta el punto de que se recrudecía el terrorismo en el País Vasco y permanecían los resquemores hispanos hacia lo catalán, mientras en Cataluña se hacía pedagogía antiespañola. El asunto llegaría a su paroxismo durante la desdichada gestión del Estatut en la que menudearon los desprecios a lo catalán (con boicot de sus productos incluido) hasta su laminación por un Tribunal Constitucional manipulado con escandalosas recusaciones.

Luego sabría que tanto las emociones religiosas como las patrióticas anidan en las mismas zonas del hemisferio cerebral derecho y que yo debía tenerlas atrofiadas por incapacidad natural y por instinto de fuga (ya había tenido suficiente catecismo y patrioterismo en mi infancia y primera juventud y me había convertido en un prófugo de tales emociones, ja en tenia prou). Por si fuera poco, mi entrada en el Ateneo me vacunó definitivamente contra dioses y patrias pero, a base de escuchar con respeto, leer con curiosidad y aceptar consejos bienintencionados, aprendí a valorar correctamente ambos sentimientos que mi lóbulo derecho se negaba a estimular: la religión, en su debido contexto, puede ayudar mucho a los humanos a sobrellevar su trágico destino, y el sentimiento de pertenencia no tiene por qué ser necesariamente un atavismo perverso, y tan digno de respeto es un sentimiento como otro.

Escribo estas líneas después de contemplar por televisión el despliegue emocional de la diada catalana. Siento una tendencia, afortunadamente refrenable, a la ironía y al sarcasmo cuando escucho inflamados discursos sobre hazañas sobrenaturales o el que som y veo la parafernalia de himnos y banderas, pero mi cerebro ejecutivo, que anida en el lóbulo prefrontal me indica que algo debe de haber de serio y responsable en semejante demostración de fervor intergeneracional y transversal a ideologías e idiomas (muchos de los encuestados a pie de via se expresan en castellano), por mucho o poco que haya de manipulación institucional, que haberla, hayla. Tampoco es pecado ni delito pensar que solos puede irles mejor (habría que verlo).

Al día siguiente leo con atención diversas valoraciones, las enfáticamente triunfalistas provenientes de los organizadores, para quienes las cartas están ya sobre la mesa, que la voluntad catalana es inequívoca (sin tener en cuenta a los no encadenados), y que no hay más que firmar la capitulación; las críticas, más o menos crispadas que hablan con el consabido sonsonete de los nacionalismos disgregadores y /o separatismos más o menos criminales, o directamente nazis (en un alarde de ver la paja en el ojo ajeno y no la viga patriotera en el propio), así como las más templadas de quienes reconocen el problema político planteado y auspician soluciones imaginativas basadas en el axioma de que la política es el arte de lo posible.

Para ello es imperativo bajar unos cuantos grados la temperatura, tanto la de los nuevos patriotas constitucionales que apelan al "imperio de la ley" como única respuesta a la sedición, como la de quienes transforman el clamor del sentimiento de pertenencia en un corpus doctrinal con sus símbolos, ritos y derechos sagrados. Apelar a la razón y al arte de la política significa sentarse y arbitrar soluciones que pasan por saber de una repajolera vez qué quieren ser de mayores los catalanes. Y para ello hay que preguntárselo.