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Ahora que escasea tanto el dinero en las familias, y hasta en las instituciones públicas, nos acordamos todos de las alegrías del pasado. De las que nos permitimos sin otear siquiera la crisis que se avecinaba. Del irreflexivo carpe diem al que apelaron algunos. Nada que decir sobre quienes jugaron con el dinero propio y ahora pagan el peaje ante los bancos. Pero sí de los que flirtearon con el dinero de todos como si estuviera metido en su bolsillo.

Eran tiempos de boom inmobiliario y volatilidad financiera, de hipotecas a 30 años con sueldos mileuristas, de aeropuertos de Castellón y promesas de desdoblamiento, de desaladoras innecesarias e inauguraciones pomposas... No había político que se preciase que no tuviera la suya. Si no cortabas una cinta o descubrías una placa, no eras nadie. Ni salías en los titulares, entonces repletos de obras. Nada de deudas. Parecía haber dinero para todo.

Hasta que llegó la crisis y, gracias a la Fiscalía, descubrimos que unos listos habían dilapidado decenas de millones del dinero de todos, que lo había oculto hasta entre la Realeza y en potes de colacao. Y, de repente, los bancos dejaron de fiar y la administración, de dar subvenciones.

Hoy casi ningún cargo público inaugura ni proyecta. Se limita a reclamar las migajas al de arriba, que las demanda a la vez a su instancia superior. Es Mercadal y Sant Lluís piden una aportación del Govern para pagar indemnizaciones millonarias, Tadeo se planta ante Montoro en busca de ayuda para abonar los 29 millones heredados que el Consell debe a Cesgarden y Ciutadella hace filigranas para pasar página a la costosa expropiación de S'Hort den Llinyà (5.7 millones) y salir del sinsentido de Can Saura, que compró para convertirlo en museo y, tras 14 años y más de 8 millones de inversión, se ve obligado a regalar ahora al Ministerio de Justicia.

«Si es doblers fos seu, no ho farien». Claro está. Ni habríamos llegado a este punto. Espero, esperamos todos, haber aprendido por fin la lección.