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A Luis Hernández Perelló y a Antonia Gomila Beleta, tus padres y a toda su generación…

Tu padre no fue a la guerra. Le metieron en ella. Sin saber por qué. Cuando murió, rozando los ochenta, se llevó consigo la pregunta sin respuesta. Al armarlo, lo hicieron a edad temprana, con vida apenas apuntalada y adolescencia herida con herida mala. Probablemente (rara vez hablaba de eso) intentaron explicárselo con palabras que evocaban grandes cosas (patria, honor, orden), pero él sólo se quedaba con esos otros nombres, los de sus amigos que iban cayendo en uno u otro bando. Su filiación política, la de muchos, no obedecía a una motivación ideológica, sino simplemente al azar, ese que había determinado donde vivías y que alguien había teñido de azul o de rojo. A las madres de los que amanecían en las cunetas, poco les importaba eso. Y los generales no aparecían jamás en ellas.

Cuando se habló de vencidos y de vencedores, nadie cayó en la cuenta (tu padre sí), de que habían perdido todos. Y que la sombra de la locura se proyectaría durante generaciones... No se equivocó. La posguerra fue gris. Los silencios impuestos y las úlceras no cerradas pesaban. Le pesaban. Crees que sus cigarrillos y un inalterado e inalterable buen humor fueron los que le infundieron coraje para vivir esa vida ya marcada. Le echó cojones a la cosa. Y perdonen ustedes la expresión.

Se casó y tuvo dos hijas y un hijo. Y sobrevivió. Te dijeron que fueron precisamente esos cigarrillos los que acabaron por matarlo. Aunque siempre has pensado que sus interminables clases de repaso en el porche de tu casa, una vez finalizada la jornada laboral compartida entre Instituto y Maestría, algo tuvieron que ver. Se jubiló a los setenta. Y no recuerdas ni un solo día en el que no hubiera esbozado una sonrisa.

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Cuando hablas de tu padre y de tu madre hablas de una generación luchadora, la que tuvo, igualmente, el padre o la madre de quien esto lee. Hablas de hijos. De nietos. Hablas de tantos que fueron víctimas de vuestro cainismo que no cesa, de vuestra repugnante incapacidad para el diálogo, de vuestra intolerancia inmutable, de vuestra visceralidad y de esas trincheras que, no por invisibles, han dejado de estar ahí, en el corazón de demasiados.

Al igual que sus cigarrillos, tu padre fue consumiendo su existencia pegado a una radio que pagó religiosamente a plazos al señor Estrada, en tardes de fútbol que se recreaban e imaginaban; pegado a una tiza; pegado a su honradez y a su iterado deseo de acabar viviendo, de una puñetera vez, en una sociedad civilizada… Y aferrado a sus convicciones cristianas, que asumió con todas sus consecuencias.

Tal vez se fuera a destiempo. En las primeras elecciones votó a UCD. Y se entusiasmó con esa Constitución que había anhelado toda su vida… Quizás se fuera a destiempo, sí. Pero creyendo, felizmente, que había concluido definitivamente la guerra en la que le hicieron, a la fuerza, soldado; que, al fin, se había abierto una nueva era y que sus fantasmas se habían esfumado por las alcantarillas de la reconciliación… O, a lo mejor, no. A lo mejor se fue en tiempo bueno. Porque mi padre, que resistió lo irresistible, no hubiera soportado –lo sabes- el lodazal en el que hoy habitáis, por el que transitáis y del que os alimentáis.

Difícilmente habría podido presenciar la corrupción de vuestros dirigentes. A duras penas habría podido aguantar la nueva radicalización de vuestra sociedad y las barricadas de vuestros empecinamientos. Difícilmente habría podido tolerar el no saber a quién votar. Difícilmente hubiera podido comprender el desamor hacia una Constitución que interpretó como salvadora. Difícilmente, sí, habría podido recuperarse ante la idea de que esa guerra en la que le metieron, seguía, después de todo, ahí.

Como a ti te hubiera resultado igualmente difícil contemplarlo sin esa sonrisa con la que te acompañó toda tu vida y el amor y el humor con los que la meció…