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X se queja de lo mal que funciona su restaurante. Abúlico, modifica el horario de apertura y cierre a su antojo. Las tragaperras aparecen permanentemente apagadas porque, aun dando, ya no dan lo que daban. El establecimiento permanece invariablemente en penumbra. Y el dueño-camarero, el único que con desidia atiende a los clientes que todavía osan entrar, se lamenta, proclamando sus penurias a quienes buscan lo que ya no encuentran: un ambiente acogedor a la hora de almorzar. Los usuarios no tienen vocación de psiquiatras, ni de papel para secar mocos ajenos, porque para eso ya tienen los propios. Hace un par de días, ese restaurante –como tantos otros- cerró. X lo achaca a la crisis, a los banqueros… Y no le falta razón. Tampoco le faltaría si hubiera reconocido su inacción, lo pusilánime de su actitud y su carencia de coraje y profesionalidad. En definitiva: su parte de culpa. La que no aceptáis y decidís proyectar, en torpe engaño, hacia terceros. Difícil cura tiene herida mal diagnosticada. Alguien –dicen- tuvo el valor de decírselo, pero X siguió fiel a la ancestral tradición hispana de expulsar sobre el otro el vómito propio…

El caso de X no es único en esta tragicomedia que coralmente estáis escribiendo. El dinero negro ha sido bien acogido por casi todos. Y sólo os ha parecido negro cuando lo ha manejado el político-ladrón de turno. ¿Quién no ha cobrado, alguna en vez, en B?

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Hubo, igualmente, quien vivió por encima de sus posibilidades. Quien hizo de los pluri préstamos un modus vivendi. Sabiéndolo. Tenía ese alguien algo de malabarista. Jugaba, no con pelotitas de vívidos colores, pero sí con entidades bancarias, tapando agujeros viejos, en unas y abriendo de nuevos, en otras, sin percatarse -¿o sí?- de que los socavones eran, cada vez, mayores. Y llegó el día insoslayable en que una de esas pelotitas circenses cayó al suelo y cesó el juego. El castillo de naipes se derrumbó. Y el equilibrista, ahora, no vive, malvive, recurriendo a lo que recurrió X (que acabó cerrando el restaurante), a lo que recurrieron tantos: la culpa era ajena, del gobierno de turno, de una oposición igualmente corrupta, del Banco Central Europeo y, si se tercia, de Fu-manchú. Nadie habló de su total ausencia de sentido común, ni de, en insufrible expresión, su cabeza mal amueblada...

La lista de personajes sería interminable: quien mamó del paro y trabajó, en plan chapuza, simultáneamente, en oficios varios, estafando a quien realmente urgía de ese subsidio; quien mintió a Caritas; quien ocupó una plaza escolar y, a fuerza de repeticiones, acabó con su titulillo bajo el brazo, sollozando por ese empleo que nadie le daba; quien sisó en cemento; quien, sin experiencia previa, montó un negocio por las bravas, sin pericia ni vocación; quien…

La clase dirigente actual es repugnante y una lacerante verdad. Como lo son otras: que pocos se salvan; que el futuro es como para preocuparse; que los sentimientos anulan la razón; que los extremismos ideológicos en el horizonte constituyen un serio peligro, medrando gracias a la verdadera miseria de muchos; que los corruptos campan a sus anchas, sin castigo e, incluso, en ocasiones, con premio; que... Pero esas obviedades, que duelen, no han de cegaros ante las pequeñas-grandes inmoralidades de tantos que no hacen sino censurar las que siempre son ajenas. Os deberíais acostumbrar pues a decirle a X que su restaurante cerró porque, amén de la crisis, él era un incompetente y un abúlico y, si me apuran, un cobarde. Y decirle al de los préstamos que fue él quien los firmó… Y que el dinero negro mancha a aquel que lo toca, conocido o no… Y que, tal vez, debáis empezar, de una puñetera vez, por vosotros mismos. Para, una vez cargados de limpieza y con mayor razón, poder gritar a la gentuza que, de un modo u otro, os dirige, que estáis hasta los mismísimos de ellos. Pero no antes de haber sentado las sólidas bases del ejemplo personal.