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Cada vez que regresas a una ciudad te parece, amargamente, otra. Ya no es de quienes viven en ella, sino del capitalismo que la ha moldeado y cambiado para hacer negocio. Paseas por ella –por cualquiera de ellas- y constatas que han desaparecido infinidad de librerías, multitud de salas de cine, emblemáticos teatros. Ellas y ellos han emigrado, pero no hacia otro país amigo, sino hacia la nada, empujados por la pobreza de espíritu. Y en los locales donde el arte anidó hay, indefectiblemente, tiendas de ropa que, a modo de sádico agravante, son franquicias, cadenas, hijas de multinacionales que invaden, sutilmente, naciones… Tal vez lo importante sea eso: cuerpos bien vestidos e inteligencias huecas. ¡Qué cómodo para las clases dominantes –también huecas hoy- y los poderes fácticos! Una novela puede haceros pensar. Una película, sentir. Un texto dramático, conmoveros. Eso no es de recibo. Y está de más si uno luce un buen traje, un vestido que realce un cuerpo diez, unos zapatos costosísimos… Poco importa si al usarlos y pisotear la urbe, un hombre próximo y, a la par, lejano, hurga en un contenedor para poder sobrevivir. Para eso están igualmente los perfumes, que también se adquieren en los grandes almacenes y que se etiquetan siempre en francés. Una librería habría propiciado que os percatarais de quien ya ha cruzado el umbral último de la pobreza, de ese hombre, sí, que, a vuestro lado, escarba en la basura sabedor de que, como dijo un ínclito ministro, los yogures jamás caducan…

Mientras callejeas por una de esas ciudades estableces una analogía entre lo que contemplas y lo que sueles explicar en clase sobre el fondo (¿qué os dice un autor?) y forma (¿cómo os lo dice?) de una obra de literatura. Al final todo se reduce a eso: no importa el qué, solo el cómo. La apariencia, el decorado, lo estético, lo perceptible es lo que, a la postre, cuenta. Y no lo que subyace o debería subyacer bajo esa misma apariencia…

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Por eso triunfan las cafeterías coquetonas de comida basura y de incómodos asientos que exigen estancias cortas y hacen propicia la llegada de nuevos clientes. Por eso vence la cocina de diseño, tan chic, tan pija ella. Por eso arrasan las hamburgueserías de nombres conocidísimos que no citarás y que convencen no por la calidad de lo que se sirve, sino por lo brillante y atractivo de su imagen. Por eso los grandes almacenes, mudados en hormigueros, asolan con su sedación, la del consumismo. Por eso la Navidad ya no es Navidad, sino, más bien, su antítesis. Por eso vuestros hijos ya no pueden vivir sin su móvil de nueva generación y han mudado sus parques de atracciones por tiendas de telefonía… Por eso whatsappeais tanto, porque, probablemente, huérfanos de ciudades con librerías, cines y teatros, no tengáis mucho que decir. Los mensajes cortos, instantáneos, rápidos son solo síntoma… Y, por eso, igualmente, vuestros políticos –los peores que habéis tenido en décadas- se obstinan en ejecutar obras colosales para ocultar el enanismo de sus mentes…

¿Puede una ciudad ser fiel reflejo de una sociedad, de un país, incluso de uno mismo? Y sabes que la respuesta es afirmativa. Triste nación aquella en la que las librerías –algunas de ellas emblemáticas- han tenido que cerrar sus puertas y ceder sus estanterías a trapitos varios. Triste nación aquella en la que el teatro se muda en lujo y loca osadía. Triste aquella en la que los cines se transforman en pasarelas. Triste aquella que tiene por ciudadanos a seres muy bien vestidos, pero espiritualmente muy mal alimentados. Triste nación en la que un perfume –siempre francés, sí- oculta el hedor involuntario de quien mendiga…

No son esas las ciudades que pisaste. Solo las que pisas hoy. Las que no huelen a cultura, únicamente a caja registradora. Son las mismas. Pero, a la par, otras. Son indicio. Son metáfora. Pero no deberían ser, nunca, legado para vuestras generaciones venideras. A eso no te apuntas…