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Dicen que aquel «Gran Hermano» marcó el fin del canal televisivo. Experta en engendros, la cadena no había calculado los peligros de la nueva edición, en la que ciudadanos anónimos convivirían con ministros, opositores, sindicalistas y famosos, en la emblemática casa, durante meses. Cuentan que la cosa se les fue de las manos, que los directores acabaron en un psiquiátrico y que, pese a la interrupción de las emisiones, los concursantes siguieron –y siguen- ahí, juntos, revueltos, ajenos –como siempre- a la realidad y empecinados en que lo habían hecho bien y que lo suyo tenía aún futuro. La cosa comenzó a ir mal cuando el público confundió a la responsable de Cultura con Belén Esteban y a otro ministro con Paquirrín. El presidente de la nación, por cierto, no hacía sino quejarse de que se había encontrado la nevera vacía y de que eso se debía a los desmanes de los anteriores concursantes. Consecuentemente, el susodicho se empecinó en contar las lentejas, recortar gastos y dejar la vivienda a oscuras. Los contrincantes se frotaban las manos: «¡A ese lo echa la audiencia en un santiamén!»…

- ¿Y? – te preguntas-.

- Me contaron que la cosa degeneró más cuando se hicieron extraños pactos contra natura y bajo los edredones, en vez de caricias, se comenzaron a intercambiar sobres… Las charlas en los confesionarios eran auténticos mítines y la Princesa del Pueblo se mostraba profundamente dolida por su pérdida de protagonismo. Sus insultos no podían competir con los de vuestros políticos. Mientras tanto, cuando un extesorero se dirigía al susodicho confesionario, muchos de los concursantes comenzaban a temblar, visitando, con carácter de urgencia, a un tal Roca…

La situación se fue haciendo insostenible. Especialmente cuando a los concursantes comunes se les exigieron sacrificios. Ante el hambre que se padecía en la casa, los garbanzos se repartían de manera desigual y con ecos de Dumas: «Un garbanzo para todos y todos para unos pocos». Con tal de mantenerse en el reality, algunos se unieron con personas poco afines y, con el tiempo, la práctica totalidad de los concursantes ilustres –con diversos tempos, sistemas e intensidades- acabaron por asaltar la nevera, urdiendo curiosas estrategias de ingeniería picaresca… Y mientras los ciudadanos adecentaban el local, los políticos descansaban plácidamente en los sofás, mirándose un ombligo que, invariablemente, les parecía hermoso…

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- ¿Y? – persistes-.

- Hubo un periodo de paz cuando los concursantes –los ilustres, claro- se enteraron de que a las puertas aguardaba un nuevo candidato con coleta, incómodo para sus intereses y decidieron hacer frente común. El de la coleta, por su parte, quería penetrar en la casa para renovarla o destruirla, sin que nadie supiera, a ciencia cierta, por qué otro tipo de vivienda anhelaba sustituirla, aunque su proyecto se intuía como, cuando menos, peligroso.

Las nominaciones se desmadraron ya que todos, ayer u hoy, aun siendo diferentes, habían cometido los mismos errores y pecados. La audiencia –desesperada- no quería echar a un jugador, sino a la totalidad… Votar se antojaba difícil. Y no votar, pues eso, que igual. Y el aspirante, pues que va a ser que no…

Con el paso del tiempo los espectadores fueron incapaces de distinguir a los concursantes –los políticos, claro- ya que sus códigos éticos –o la falta de ellos-, sus incoherencias y su doble vara de medir eran, en el fondo, los mismos. Las únicas certezas que tenía el público consistían en que quienes curraban eran los participantes de a pie; que la casa se había mudado en una ruina; que nadie estaba por la labor de adecentarla; que el público tan solo podía ser mero espectador y que lo único que unía a los participantes era el común anhelo de no ser echado del concurso…


P.S. Estimado director: Para elaborar este artículo he tenido que ver un programa parecido al descrito, una experiencia –te lo aseguro- difícil de olvidar. Creo que me he ganado, por lo menos, un cafetito…