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Cuando hallaron en la Cámara Alta su cadáver, el senador llevaba cinco días muerto. Si el finado hubiera sido el conserje, la cosa hubiera resultado distinta: su presencia -por útil- se notaba...

Los muertos -afirman- no pueden recordar. En caso contrario, el senador tal vez habría evocado aquella conversación en la que le había explicado a un amigo en qué consistía su tarea parlamentaria. Fue breve, como su talento: «Te incorporas al Senado los martes. Sobre tu mesa encuentras las propuestas que se han de debatir. Y, detallado, el sentido de tu voto. Lo acatas y punto pelota. No importa ni que leas los textos. ¿Para qué?». «Un chollo, tío, un chollo»- había concluido-.

Los senadores no son, a la postre, más que costosas lucecitas en un panel de votos emitidos. El día en el que la espichó, su sufragio, por inexistente (la muerte le acarició minutos antes del inicio de la sesión) no se mudó en puntito verde o rojo. En esos ámbitos la conciencia es daltónica. Nadie percibió su ausencia. Las mayorías absolutas, en demasía, tienen esas cosas.

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Efectivamente, los muertos no pueden recordar. Pero sí las hemerotecas. Cuando un becario de «ABC» tuvo que redactar el obituario (el coste de esquelas varias lo hacía harto aconsejable) pudo averiguar que el legado político del Excmo. Sr., en la última legislatura, había consistido en dos preguntas en sede parlamentaria y haber roto, en una ocasión, la disciplina de partido. El joven periodista (ante el angustioso vacío vital del senador) disfrazó esa rebeldía, de virtud, cuando había sido, a todas luces, simple error.

El fallecido solía quedarse traspuesto en su escaño. Sin oficio conocido, pero sí con beneficio, había ido adquiriendo la extraña habilidad del fingimiento, la fábula o ficción, la apariencia o simulación de hacer lo que, en realidad, no hacía. Oía los discursos que no escuchaba y aprobaba lo que no comprendía... Mientras el paro, las desigualdades y los desahucios se personificaban en el hemiciclo, el senador cuidaba de su granja virtual en su tablet pública y se desesperaba cuando se le moría una gallina... En el preciso momento en el que se había quedado sin trigo, alguien (¡qué pesadez!) recordaba, en un discurso sin apenas público (el orador pertenecía a un grupo minoritario), que en 2014 habían fallecido cincuenta y una mujeres, víctimas de la violencia machista. Nuria R.P. de 43 años, natural de Vilanova i la Geltrú (Barcelona), María Luisa J.J. de 37, nacida en Vilaboa (Pontevedra) eran algunos de los nombres esgrimidos... Pero eso, al Excmo. Sr., se la traía al pairo. Al fin y al cabo, sus electores no eran de Barcelona, ni de Pontevedra y a él se le había muerto, sí, una gallina...

Profundo ignorante de las miserias de su tierra, la que, curiosamente, le había aupado y a la que únicamente proclamaba amar y defender en campaña, el Excmo. Sr. era, sin embargo, incuestionable conocedor de Serrano, del Café Gijón, Cuatro Torres y de los inconfesables extrarradios madrileños a los que visitaba, invariablemente, de noche, bajo el amparo de taxista fijo al que, sin mudanza, pagaba siempre con suntuosa tarjeta de crédito senatorial. Y los finde regresaba a casa, recuperando valores tradicionales y populismos varios. Entonces vendía a propios, conocidos y extraños lo trascendental de su oficio y la honorabilidad con la que lo ejercía… Aún sobrevivían, a fin de cuentas, en su comunidad, algunos hombres buenos, crédulos.
De su inocencia se alimentaba...

Dos minutos y once segundos antes de morir, adivinando lo inminente de lo irremediable, el senador descubrió lo quebradizo de su mundo vip y la oquedad de su existencia. El Excmo. Sr. no había leído a Manrique. No había leído. Punto.
Cuando hallaron su cadáver, el ilustre varón llevaba cinco días físicamente muerto. Éticamente, mucho más. Puede que una eternidad…