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En tu familia, y por culpa del lenguaje, comíais siempre con pañales. Y es que algunas frases resultan mortales. Una de ellas era sin duda «ja que estàs dret, podries…» Podrías ir a por un vaso, a por un tenedor, a por las servilletas… Y tú te preguntabas: ¿acaso no estaba puesta ya la mesa? De aquí que, aunque sintieras la imperiosa necesidad de ir a visitar al Sr.Roca o sufrieras de retortijones, jamás te levantabas de la citada mesa… ¿Solución? Los pañales. Otra expresión letal es la del «ja que hi som…» Decides, un buen día (¡inocente!) pintar el pasillo, pero «ja que hi som…» acabas pintando el piso entero y «ja que hi som…» el del vecino y las huellas de la fibra óptica… Créanme: el uso del lenguaje es, en ocasiones, nocivo. Por ende, le solemos dar al susodicho un carácter enfático e iteramos complementos o los añadimos innecesariamente, por lo que, de pronto, un día, te encuentras a una madre que te espeta: «Mi hijo no me come». A lo que contestas: «¡Señora! ¿De verdad quiere usted que su hijo se la coma?» Y añades: «¿Qué ha parido usted, un bebé o a Hannibal Lecter?»

Los nombres que ponéis a los hijos no son, en ocasiones, tampoco, los más apropiados. ¡Que esa es otra! He aquí una muestra real: Pascual Conejo Enamorado, Armando Bronca Segura, Elena Nito del Bosque, Ramona Ponte Alegre, Domingo Díaz Festivo… Y sí, te los imaginas… Te imaginas a Pascual, a Armando, a Elena, a Ramona y a Domingo preguntándose, en el diván del psiquiatra, si sus padres los habían querido alguna vez…
Y no hablemos de los alumnos que confunden la anatomía con la arquitectura y te sueltan que «el paciente estaba grave porque le habían estirpado (con 's') la Basílica del Pilar» (por vesícula biliar). ¡Qué cirujanos! Otros, más que confundir disciplinas, lo que hacen es mezclar lenguas con el sano propósito de elaborar otra, nueva. Por eso no se equivocan al decirte que «él se cayó porque llevaba los zapatos desacordados», sino que, simplemente, están creando. Y es que los estudiantes que te sueltan cosas como que «el sujeto es uno que está atado» o que «la ventana estaba herméticamente abierta» son, en el fondo, unos incomprendidos…

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¿Y qué hay de las traducciones? Aquí la cosa «¡va grande!» («Això va gros!») Hubo una buena señora que, acostumbrada al «què em cridaràs demà?», le preguntó a un recepcionista de un hotel madrileño «si ellos gritaban a sus clientes por la mañana», a lo que el susodicho, horrorizado, respondió que no. Y es que, efectivamente, «¡va grande!» A partir de ese día, en Madrid se ve a los menorquines como a unos salvajes que, emulando a Tarzán, van por ahí, de liana en liana, vociferando todo tipo de insensateces sólo comprensibles para Chita…

Incluso, lo letal del lenguaje llega al amor. El chaval le dice a su parienta: «Entre tú y yo nos comeremos el mundo». Y ella, que, para qué engañarnos, no tiene muchas luces, va y le pregunta: «¿Podremos, Paquito?» Y Paquito, entonces, se busca a otra…

No obstante, el lenguaje es los que os configura como seres humanos y constituye lo más valioso de vuestra esencia. Os permite expresar hasta lo más íntimo, el dolor y el placer, el anhelo y la desesperación, lo ruin y lo inefable… Así sabemos, gracias a Cernuda, que una vida sin amor carece de sentido al leer «si muero sin conocerte, no muero, porque no he vivido». Otero, por su parte, os constatará que, a la postre, y en ocasiones, «Esto es ser hombre: horror a manos llenas». Y, de la mano de Miguel Hernández, aprenderéis a expresar el insufrible dolor ante la pérdida al recitar unos versos aterradoramente bellos: «que por doler, me duele hasta el aliento». Sin obviar el sublime «¡Perdónalos, porque no saben lo que hacen!» de Cristo clavado en la cruz. No concibes una vida sin lenguaje. Y por eso asumes las palabras de Neruda referidas a los conquistadores: «Se llevaron el oro y nos dejaron el oro… Se llevaron todo y nos dejaron todo… Nos dejaron las palabras».