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Viajar no sirve solamente para gastar dinero. Ni para malgastar el tiempo. Ni para hacerse un montón de fotografías chulas de las que luego no puedes contar el contexto porque estabas más pendiente de encontrar una señal de Wifi que de disfrutar del momento. Viajar no te cambia la vida, si no quieres, ni te aporta nada nuevo, si no estás dispuesto. No basta con hacer la maleta, tiene que haber una predisposición por parte del viajero a que aquella aventura que está a punto de empezar le aportará un sinfín de experiencias nuevas que luego se encargará de definir como buenas o menos buenas. Y para siempre quedará el recuerdo.

Acabo de cumplir los 30 y soy consciente de que no sé nada de la vida. Que lo mucho que te haya podido contar a través de estas líneas suponen, en muchos casos, pinceladas débiles de una realidad que no alcanzo a comprender. Hace ya algún tiempo que decidí interactuar por mi mismo con esa realidad para entender mejor algunas cosas. Sé, por ejemplo, lo que es quedarse sin palabras mientras anochece en el templo de Angkor Wat, en Camboya, o sin aliento cuando has subido el Mont Martre, en París, a pie, o que el Taj Mahal, de cerca, no es para tanto, o sencillamente que Menorca tiene unas playas más bonitas que Tailandia. Incluso me he emocionado pasando una noche en un desierto sin más luz que la de las estrellas. He estado allí, lo he visto, lo he vivido.
He tapeado en Granada, en Cádiz y en Sevilla, y también me he ido de pintxos por Bilbao, San Sebastián y Vitoria, y me he comido un cocido en Madrid. He corrido, a mucha distancia, delante de los toros de San Fermín, disfrazándome de valiente, mientras que en el carnaval de Cádiz me vestí de limpiadora erótica. He brindado, entre otros lugares, en Viena, en La Habana, en Nueva York, en Bangkok, en Venecia y en  Madrid, y en Amsterdam, además, he probado otras cosas.

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He abrazado a un elefante, a un tigre, a un cachorro de león, a un delfín, a una tortuga de agua, a un pingüino, a un mono, además de otros animales que no son ni la mitad de exóticos, que son más de andar por casa. Tengo pánico a volar y pese a ello no dudo en pasarme horas y más horas metido en un avión pensando que el miedo lo único que hace es hacer más especial el destino.

He regateado hasta la saciedad en el zoco de Marraketch, en Marruecos, igual que en Chiang Mai, en Tailandia, en Sihanoux Ville, en Camboya, o en Jodhpur, en la India. También, en esos mismos sitios y en otros tantos, me han estafado como a un primo. He conocido, además, españoles, ingleses, franceses, rumanos, alemanes, italianos, estadounidenses, argentinos, cubanos, uruguayos, mejicanos, brasileños, argelinos, tunecinos, turcos, japoneses, chinos, canadienses y hasta un estonio que lleva más de un año y medio caminando desde su país hasta la India. Y puedo decir que al final todo se resume en que somos personas.