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Ciutadella en la década de los sesenta era un foco laboral de primer orden. A las seis de la mañana las calles se asemejaban a estos derroteros donde se aglomeran las hormigas, entrecruzándose, hacia sus respectivos lugares de labor. Se afanaban todos en sus tareas sin apenas tregua, con sudores, hasta la noche. No se trabajaba por consiguiente de sol a sol, sino de luna a luna.

Estos sobreesfuerzos eran frecuentes antaño en los habitantes de poblaciones muy industrializadas con el fin de dar cumplida réplica a la acumulación de pedidos. Reportaban, claro está, las horas extras pingues dividendos. Terminaban sin embargo los trabajadores por ser cautivos tanto de sus abruptos hábitos laborales como crematísticos. No exagero si afirmo que a un empleado de a pie, zapatero o cortador, la espiral que le ilusionaba consistía en poseer una segunda propiedad en alguna playa del municipio con todos los avances tecnológicos puntuales, vehículos para cada componente de la familia y etcétera. En consecuencia, no obstante orlar su trayectoria tales progresos, no podía reducir el ritmo por tener que afrontar ineludiblemente unos pagos.

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Si escarbamos de todos modos en esta práctica intensa, sistemática, distinguiremos que el pueblo, cualquier pueblo, establece unos estatutos que deben observar sus habitantes para no quedar rezagados. En este caso dieron inicio con estoa hábitos unos pocos; le siguieron a continuación otros; para terminar introduciéndose en el hoyo, ya por ley, el resto. Además, los industriales no les iban a la zaga a sus empleados, también ellos trabajaban a destajo.

De todos modos el bolsillo repleto de dinero insuflaba autoestima, risas y un sentido pronunciado de la reunión y el festejo. La alegría chispeaba insólitamente en la mirada de todos los trabajadores a lo largo de la semana. Sudaban a mares, es cierto, pero entre canciones, chismes y carcajadas. Y el sábado a partir de las trece horas, al cierre de las fábricas, casi todos brindaban por la vida en los bares de la localidad. El fin de semana resultaba vibrante, terrenal, con un aura indudablemente jubilosa.

La industria del calzado poco menos que desapareció cuando el comercio del mundo empezó a girar en dirección contraria. Aquella hiperactividad ha menguado hasta una cierta pasividad por causa de las sucesivas crisis. Los estatutos, por consiguiente, han sufrido un vuelco radical. Ya no se afronta la jornada con la intensidad de antes. El cambio es evidente. Siguen sin embargo intactas sus calles, sus plazas, su coquetón puerto:...la tramoya de aquel teatro laboral cuyos principales protagonistas, claro está, ya desaparecieron.

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