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Dice un proverbio oriental que el presente no existe, sino solo el pasado y el futuro. La persona por consiguiente es el vértice donde confluyen estos dos tiempos: lo forjado y lo que se pretende forjar. El presente se reduce, no más, a poner en el asador el ayer y el mañana,... y comérselo.

Inequívocamente, pues, una persona con un pasado confuso, sin propósito de enmienda, no puede tener un presente saludable, aunque sonría, aunque se esfuerce en querer demostrar -así mismo y a los demás- que es envidiable, que en su parrilla se está asando manutención de mucha calidad cuando en realidad sufre una indigestión.

Esto sucede, claro está, en la senectud. En la juventud, al carecer la persona todavía de pasado, el presente no es sino un tesoro divino como reza otro proverbio; un tesoro que le permite pagar las vivencias dudosas puntualmente; un tesoro que va menguando hasta que se dilapida, momento en el cual se da por concluida la juventud, retirándosele la tarjeta de crédito para las compras que le reportan felicidad.

Porque la juventud tiene fecha de caducidad como el DNI, pero a diferencia de éste no admite renovación. En algunas personas suele expirar antes que en otras, depende casi siempre de la reiteración de sus actos. Las vivencias, una tras otra, lenta o rápidamente, la van apartando a un lado. Cuando se ha experimentado en todas las facetas el número de veces necesario -otorgándole el rango de experto-, la juventud se disuelve finalmente entre las sombras de la edad.   

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A partir de este momento la persona debe enfrentarse a su pasado. Un pasado que solo lo redimirá un presente con rigor y las consiguientes perspectivas de cambio, de lo contrario comerá alimentos en mal estado.    

Una prostituta, por ejemplo, disfruta de su profesión hasta que ha expoliado, la juventud, el tesoro. A partir de entonces la ilusión consistirá en rectificar un erróneo pasado con promesas de cara al futuro. Mientras tanto, en el presente, las indigestiones estarán al orden del día si sigue comiendo carne, caducada ya la fecha.   

El presente corrige, eso sí, la media de nuestro pasado. Cada mañana el hombre luce un nuevo coeficiente. Normalmente unas décimas mejor o peor que anteayer. Nada más. Porque nadie suele cambiar de sopetón, a no ser que  un hecho intimidatorio le vuelque la vida, cercenándole finalmente el efímero presente y, claro está, también el futuro.

Solo quedará en el éter su imborrable e incorpóreo pasado. El presente no existe.