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Gozaba de tiempo. La jubilación tiene esas cosas: le regala a uno libertad, aunque de forma tardía. Estaba preparado: la libreta virgen sobre la camilla, junto al retrato de Ella, bañado por esa poética luz de atardecer que siempre se colaba en la estancia por los envejecidos ventanales de la casa; el lápiz; las papeletas y el sillón inamoviblemente situado junto a esa mecedora que, tras su partida, nadie ocupó… La tele, en blanco y negro (para qué cambiarla), al fondo, y el silencio del pueblo, metido a compadre. El papel de fumar, hebra y mechero de cuerda completaban avituallamiento…

Se sentó con lentitud y oración dirigida a sus huesos para que tuvieran cierta caridad. Una vez acomodado, siguió con el ritual que había seguido escrupulosamente desde hacía tanto: leerle a la mujer de la fotografía versos de Campoamor o de Gabriel y Galán, esos que a Ella tanto le fascinaban. Especialmente los de El embargo… Traspuesto, se dedicó a revivir: el noviazgo; sus años como maestro rural; la Guerra Civil; los niños y niñas a los que había educado; la tierra, reconciliada; los amaneceres puros de ternuras compartidas; el sueldo con el que, a duras penas, había mantenido la dignidad; la democracia recobrada y los ojos de los jóvenes ajenos a lo que los suyos vieron…

Y luego, su rostro –aunque ni él mismo tuvo conciencia de ello- se ensombreció…

Recordó los nombres de los modernos corruptos patrios de cada día y estableció una cruel paradoja con los viejos controles feroces que, en la parca economía de la escuela, imponían antaño sus superiores (el coste de un sacapuntas no justificado le causó, en cierta ocasión, un serio disgusto en su calidad de maestro/secretario). E, igualmente, con cuánta meticulosidad preparaba cada curso escolar. Lo programaba en una libreta parecida a la que yacía ahora sobre el tapete de ganchillo amarillento: ¿Qué deben saber los niños/as del pueblo? ¿Qué necesitan? Prioridades. ¿Qué les voy a explicar? ¿Con qué fin? ¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Con qué recursos? ¿Cada cuánto revisaré lo hecho? Y si la he espichado, ¿sabré disculparme? ¿Qué medidas correctoras estableceré?

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Año tras año, había seguido, imperturbablemente, ese modus operandi…

Sabía –cada amanecer se lo recordaba- que las próximas elecciones serían, para él, las últimas… Como sabía que lo que le rodeaba le daba pavor. Algunos fantasmas se paseaban nuevamente por el pueblo. El pasado había alquilado una vivienda en la localidad. El odio metido puntualmente a violencia se pavoneaba por la Calle Mayor. Y había quien entendía, otra vez, que democracia era control y partido único… No era ayer, aunque también…

Cogió la libreta y el lápiz. De los mítines y debates anotaría lo que los políticos respondieran a esas preguntas que él mismo, como maestro, se había realizado a lo largo de su vida: ¿Qué necesitan los electores? ¿Qué prioridades tienen? ¿Qué pensamos hacer? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Con qué recursos? ¿Cada cuánto revisaremos lo hecho? ¿Cómo justificaremos el coste del sacapuntas? De lo que dijeran emanaría su voto…

Cuando lo hallaron muerto, junto a una mecedora y un viejo televisor en blanco y negro encendido, encontraron una libreta casi vacía en la que anidaban tan solo interrogantes cuyas respuestas el finado no obtuvo de ningún candidato a lo largo de toda la campaña electoral y – eso sí- una vomitiva lista de insultos… Debajo de la foto de Ella descansaba una papeleta en la que aparecían mal reproducidas, pero con exquisita caligrafía, unas palabras de San Pablo: «Aunque yo hablara todas las lenguas de los hombres, si no tengo amor, nada soy. Aunque conociera toda la ciencia, si no tengo amor, nada soy.Aunque repartiera todos mis bienes, si no tengo amor, no me sirve para nada».

Su voto habría sido declarado nulo… Pero el viejo maestro supo, mientras le recitaba a su mujer versos de Campoamor, que aquel era, a fin de cuentas, el voto más inútil y, a la par, el más útil…