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A Miquel Mus, buen amigo, personificación de la bondad, y con quien la vida ha sido tan desatenta…

Un coche oficial transita pausadamente por el histórico empedrado de la plaza del Ayuntamiento. La ciudad cercana roza la medianoche. Tras los cristales tintados se adivina el rostro de la Señora. La sospecha se muda en certeza cuando una farola proyecta su escasa energía sobre la ventanilla posterior. Un municipal ejerce de escolta. Observas la escena desde un bar a punto de cerrar en la urbe ahora silente. A escasos metros, un deficiente mental saluda con mano de niño y cara risueña al automóvil. Camina con dificultad. Cae. El séquito, consciente de lo ocurrido, no se detiene y prosigue con su marcha triunfal. La Señora, tal vez, regrese cansada de un mitin donde, con toda probabilidad, habrá hablado de los desheredados de la tierra…

Todo queda, afortunadamente, en nada. El viandante se iza. Lleva en su rostro la huella de su minusvalía y una sonrisa que un día se le hizo eterna. De mediana edad. Pulcra y pobremente vestido. Polo y pantalón corto blancos, chancletas… La camarera le increpa. El hombre maduro que se quedó en niño entra en la cafetería y la mujer lo invita a un café que él agradece con esa mirada de perpetua felicidad ahora rediviva.

- Es Ramón…  Vive aquí al lado, con su madre… Cada noche se da un garbeo por el barrio… Entre todos les echamos un cable –te comenta la dependienta del bar-.

Su locuacidad te permite saber que Ramón vive, efectivamente, con su madre, una anciana que percibe una viudedad de unos trescientos euros… Al parecer, han solicitado ayudas, pero esas, tan presentes en los programas electorales, siguen ausentes en la cartilla… La solidaridad vecinal suple los déficits y posibilita la vida en dignidad de la pareja…

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A la Señora, Ramón –o Ramoncito, como es popularmente conocido por esas callejuelas cercanas al poder estéril- se la trae al pairo… A no ser en época electoral. En esa estación anómala, la Señora hubiera abrazado a ese niño que optó por no crecer e, incluso, le habría besado sus sonrosadas mejillas… Luego, en la intimidad de su coche de cristales tintados, sí, se habría probablemente limpiado la boca con uno de esos pañuelitos perfumados que permiten aniquilar el aroma del pueblo…

Francis, la camarera, te confiesa que la madre está obsesionada con el día de su muerte… Con qué será de su Ramón, entonces… Francis le miente. Y sus mentiras –esas que suelen llamarse piadosas porque lo son- la asedan y la mujer se tranquiliza. A modo de consuelo, como la Scarlett O'Hara de «Lo que el viento se llevó», decide, diariamente, dejar su preocupación para mañana, auto consolándose con un «eso no sucederá hoy». La anciana hace tiempo que murió. Aunque todavía no lo sabe. Murió cuando supo que las promesas eran solo eso; que las ayudas, quimeras; que ante el dolor, uno se queda, a la postre, como Gary Cooper, solo… Murió, queriendo, también, cuando su existencia pasó a estar en función de su hijo, ese, gordito, que lleva chancletas y va vestido de blanco…

Francis –ya saben, la camarera- te cuenta que, hasta que la anciana tuvo teléfono –el que le cercenaron por falta de pago-, llamaba cada día a los gestores de la cosa pública para preguntar un «¿qué hay de lo mío?». Y la respuesta seguía siendo la de Larra…

El poder, mientras, permanece en sus diversas y variopintas jaulas/cárceles; esas en las que el sufrimiento ajeno no penetra. El dolor sólo tiene cabida en los folios que se leen cada cuatro años, cuando Ramón se convierte en papeleta, cuando Ramón se convierte en voto, cuando Ramón sí importa…

Ramón se toma el café. Sigue con su sonrisa a cuestas. Le dice a Francis que le gustaría tener un coche como aquel para poder llevar a su madre a pasear. Eso sí, con motorista incluido. Finalmente la besa y abandona el bar canturreando un irreconocible bolero… A fin de cuentas, su madre no morirá esa noche…     

Murió cuando supo que las promesas eran solo eso; que las ayudas, quimeras; que ante el dolor, uno se queda, a la postre, como Gary Cooper, solo