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Las tres últimas banderas descienden de sus mástiles, mientras los himnos enmudecen… Las tres últimas medallas son ya historia que pocos –o casi nadie- recordarán, como tampoco los nombres de los que se subieron al pódium por última vez. Tras la ceremonia final, atletas y séquitos se irán de Río y en clínicas, probablemente privadas, se cerciorarán después de que el mosquito zika no ha hurgado en sus cuerpos de dioses…

¿Qué queda tras unos juegos olímpicos? ¿En qué ha mejorado la sociedad? ¿El mundo? ¿La desigualdad?

¿De qué han servido?

Alguien recibe una medalla de oro e, imbuido por un patriotismo que tal vez nunca sintió con anterioridad, llora…

En las favelas –en tantas favelas de tantos países- se llora a diario… A una madre le han hurtado a su hijo porque sus órganos cotizan en el mercado de los trasplantes. A nadie le importa. Sucede a diario… A la postre, no es un reconocido atleta y las fuerzas de seguridad –corruptas, unas; ineficaces, otras; cobardes todas- no osarán entrar en ese segundo Brasil del que no se habla: en Zona Sur, en Cidade de Deus, en Rochina (22 por ciento de analfabetismo infantil), en Complexo do Alemão (29 por ciento), en…

¿Qué queda tras unos juegos olímpicos?

Algunas infraestructuras, pero que jamás anidarán en esas barriadas de calles sin dirección de barracos y con total ausencia de red eléctrica o agua corriente… Y en donde se puede secuestrar o asesinar con total impunidad, por activa o por pasiva…

¿De qué sirven?

Para mayor vergüenza, en el día de hoy (no como en sus inicios) los juegos no paran, ni tan siquiera, los conflictos bélicos entre estados o naciones…

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La madre sigue recorriendo Cidade de Deus o la Zona Sur buscando a su hijo, a sabiendas de que no lo encontrará. Tiene, lo suyo, mucho de coraje y esperanza incansable… Pero no habrá para ella ni bronce, ni plata, ni oro… Probablemente no puede ni acercarse a ese olimpo que extasía al mundo sin que éste se formule la pregunta que estás iterando e iteras una vez más:

¿Qué queda tras unos juegos olímpicos? ¿En qué ha mejorado la sociedad? ¿El mundo? ¿La desigualdad?... Son preguntas retóricas, porque la respuesta es, imperturbable, la misma: Nada/ en nada…

¿Demagogia? En absoluto. Porque la demagogia es siempre axiomática, por verdadera… ¿Cuántas viviendas dignas se hubieran podido izar en lugar de pasajeras banderas? ¿Cuántas redes de alcantarillado? ¿Cuántas escuelas? ¿A cuántas personas se les habría podido dotar de una vida digna? ¿Cuántas vidas se hubieran podido salvar?

Tal vez, la de ese niño que esa madre sigue buscando, aunque en ello le vaya, probablemente, su propia vida… Para ella el oro, para ella el honor del trapo que ondea bajo el son de un himno frecuentemente baldío… Para ella la foto y el titular… Para ella otras lágrimas, las del reencuentro, la de ese secuestro que se frustró o que, ni tan siquiera, se intentó…

¿Qué queda…?

Tan solo una foto fija y un nuevo ejemplo de la voracidad e hipocresía humanas…

Por eso te importa un kínder (y perdonen) los juegos olímpicos (tras reconocer el esfuerzo personal de los atletas, ese que, por personal, precisamente, a nada conduce). Por eso te la trae al pairo (¡lo siento!) el fútbol hecho a golpes de talonario y en el que no todos somos Messi (puede modificar el nombre y cambiarlo por cualquier otro). Por eso te deja sin cuidado el deporte institucionalizado. Porque el que te agrada es el de barriada, el que se practica en los espacios públicos, el que permite soñar a los niños y alejar a los adolescentes de las drogas, el sano, el que no entiende de números…

La madre acaba de encontrar a su hijo o lo que queda de él… No obstante, el mundo respira aliviado: el hallazgo se ha producido una vez concluidos los Juegos Olímpicos y el honor patrio ha quedado ya a salvo…